Notas al margen del camino III
Jorge Majfud (especial para ARGENPRESS CULTURAL)
El poder está diversamente relacionado con el sexo. Dominar es monopolizar el objeto de deseo. Pero como el dominio es una pretensión universal, es inevitable el conflicto. Por ello, se debe ocultar el objeto de deseo o caer en el temido desorden. A los niños se les permite caminar desnudos por la calle, pero al resto de la humanidad se la condena por lo mismo. En casi todos los países se encarcela a los exhibicionistas y se penaliza el ejercicio de la cópula en lugares públicos. El ocultamiento del sexo es una práctica milenaria traducida en pudor. No conformes con ocultar el sexo, algunos excitados islámicos suprimen también la existencia corporal de sus mujeres y las castigan por mostrar los labios, los brazos o cualquier otra minúscula área del cuerpo que sea capaz de provocar el deseo en el macho. Porque el Caos es el mal y el Orden es de Dios.
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En las primeras religiones, en los cultos a la diosa Madre y a la tierra fértil, en las sociedades agrícolas y en las primeras ciudades, en Babilonia, la castidad era considerada un pecado. Y la esterilidad una maldición. Luego esas consideraciones cambiaron; es obvio, fueron invertidas. ¿Cuándo y por qué el espíritu religioso comenzó a condenar el sexo con tanta furia? ¿Por qué María era virgen si estaba casada? Todos los líderes espirituales fueron a su tiempo considerados hijos de madres vírgenes, desde Krishna hasta Confucio, desde Buda hasta Jesús. (Algunos blasfemos pretenden explicar este hecho considerando que solo un espíritu santo puede embarazar a una mujer sin penetrarla; y que éste era el recurrido argumento de las adúlteras. Pero veamos que hay otras historias, tan vulgares como ésta, que nunca ingresaron en la celebridad mitológica.) Las santas se suponen vírgenes, los santos deben ser castos, and so on. Ejemplos concretos sobran y algunos de ellos son caricaturescos. Algunos han atribuido la austeridad sexual del cristianismo a su reacción original contra la cultura pagana de Roma. Otros han apuntado motivos económicos para la imposición de medidas castradoras como el celibato. Por ejemplo, los sacerdotes solteros son más económicos, ya que una familia implicaría un presupuesto mayor para la Iglesia o, de lo contrario, la distracción del sacerdote en la producción civil. Por otro lado, por lo menos en tiempos más religiosos, los sacerdotes podían heredar bienes de sus familias pero al morir debían donarlos a las arcas del Papa, ya que no tenían descendencia.
Sin embargo, podemos decir que la austeridad cristiana es común a casi todas las religiones, si cometiésemos la imprecisión de llamar religión al tantra. El espíritu religioso antes que nada es renunciante, y pocas renuncias hay más valiosas y significativas que la renuncia al sexo. La renuncia al sexo posee un doble significado, uno religioso y el otro social: la renuncia del presente en favor del devenir, y la renuncia de la promiscuidad a favor del orden. Ambas suponen una victoria sobre los instintos más básicos. Un divorcio ya irreversible de la creatura con el resto del reino animal. Si el hombre primitivo renunció a una mujer en el sacrificio ritual porque era el símbolo preciado de la vida, el hombre religioso renunció a la mujer, símbolo despreciado de la vida precaria, como tributo a una cantidad mayor de lo que se renunciaba: la vida eterna. Pero como es una renuncia demasiado cara para una criatura que fue animal, el renunciante debe protegerse de la tentación. Unos se defienden de los demonios, otros se autoflajelan. Otros, como el monje Pedro Abelardo, recurren a una especie de alter ego: la razón. Con ella el escolástico justifica el condenable deseo hacia las mujeres. "Pongamos el caso de un religioso —escribió— atado con cadenas y obligado a yacer entre mujeres. La blandura del lecho y el contacto con las mujeres que le rodean lo arrastran a la delectación, no al consentimiento. ¿Se atrevería alguien de calificar de culpa esta delectación nacida de la naturaleza?" —La historia de las religiones enlista no solo ascetas y mártires voluntarios; también criaturas con la costumbre de arrancarse cosas: ojos, lenguas, testículos. Orígenes de Alejandría, por ejemplo, no conforme con el ascetismo que practicaba, se castró a sí mismo como forma de interpretar correctamente los Evangelios.
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La insistente preposición no indica la preexistencia de su contrario. Porque, como decía Freud refiriéndose al tabú, "no vemos qué necesidad habría de prohibir algo que nadie desea realizar; aquello que se haya prohibido tiene que ser objeto de un deseo". Exactamente lo mismo dice Lévi-Strauss en Las estructuras elementales del parentesco: "No habría razón alguna para prohibir lo que, sin prohibición, no correría el riesgo de ejecutarse". El origen de la prohibición (dice) debe buscarse en la existencia de un peligro que amenaza al grupo. "...Aún debemos descubrir las razones por la cual el incesto implica un perjuicio para el orden social". Precisamente, el psicoanálisis nos dice que este tipo de prohibiciones se hayan interiorizadas en forma de horror al acto que se prohíbe. Pensamos que en las profundidades de la prehistoria las criaturas vivían en permanente conflicto con la naturaleza y consigo mismas —aún en tiempos de paz, la seguridad y el conflicto debieron estar presentes como preocupación. Como aún lo hacen el resto de los animales y algunas criaturas, los machos luchaban entre sí respondiendo a los instintos más básicos y por respeto a las leyes de Darwin. El macho vencedor asesinaba (6) al vencido, fornicaba (7) con sus hembras y tomaba (8) lo que dejaba su adversario o su vecino. Más tarde, las criaturas más evolucionadas e inteligentes se valieron para esto mismo de instrumentos más sutiles: codiciaron (10) y mintieron (9) en beneficio propio. —Queda otra cuestión: ¿por qué la prohibición más universal de todas (según los etnólogos), el incesto, no aparece referida de forma explícita en el Decálogo? Ni en el Decálogo ni en ninguna otra Ley extranjera. ¿Tal vez porque lo está de forma implícita?
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Según el Antiguo Testamento, Moisés escribió el Decálogo en el monte Sinaí; probablemente 1450 años antes de Cristo. Con la Ley se realizó para los hebreos el frustrado esfuerzo de Amenofis IV: el monoteísmo. Sin embargo, los últimos cinco mandamientos (no asesines, no cometas adulterio, no robes, no mientas, no codicies) son anteriores a los primeros y anteriores al faraón hereje. Los mismos ya eran conocidos entre los hindúes como "Deberes de orden general". También el budismo posee cinco preceptos, cuatro de los cuales coinciden con los últimos de Moisés. No hace mucho, el teólogo alemán Hans Küng escribió que mucho antes de lo que en la Biblia se anuncia como Mandamiento de Dios ya estaba escrito en el código de Hammurabi, en el Irak de hace 3.800 años.
Se las mire por donde se las mire, salta a la vista que la Primer tabla y la Segunda poseen orígenes y significados diferentes. Seguramente, si abandonásemos a una pareja de niños en un planeta distante y semejante a Gea, con el tiempo las nuevas generaciones de criaturas repetirían todos nuestros mitos, fundarían religiones semejantes a las nuestras, ideologías y muertes de ideologías. Pero antes que nada volverían a comenzar por el dictado de los últimos cinco Mandamientos. En la actualidad, no son pocas las autoridades religiosas que reconocen que una criatura sin religión puede vivir según una "ética humana", y en ellas están concentradas las esperanzas de un fin de las "guerras santas".
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El que no crea en las paradojas corre el riesgo de caer atrapado en la lógica engañosa de las cosas obvias. Por ejemplo: no hay nada más peligroso que la seguridad. Esta paradoja fue sucesivamente confirmada por la epistemología, por las ideologías políticas y científicas, por los gobiernos militares de los países pobres y por las democracias de los países ricos.
Jorge Majfud es uruguayo reside en Estados Unidos.
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