jueves, 8 de octubre de 2020

Parque Solari, ese tesoro natural que los salteños quieren preservar

Astillas de un mismo palo: Noboa y Lima comenzaron la transición en Salto

jueves, 14 de mayo de 2020

horacio guarany jazminero azul

Volveré

lunes, 11 de mayo de 2020

domingo, 19 de abril de 2020

miércoles, 15 de enero de 2020

sábado, 11 de enero de 2020

En la popa hay un cuerpo reclinado

René Marqués Son of man, You can not say or guess, for you know only A heap of broken images, where the sun beats. T. S. Eliot (The waste land) A pesar del sol inmisericorde, los ojos se mantenían muy abiertos. Las pupilas, ahora, con esta luz filosa, adquirían una transparencia de miel. La nariz, proyectada al cielo, y el cuello en tensión, parecían modelados en cera: ese blanco cremoso de la cera, esa luminosidad mate del panal convertido en cirio. Lástima que el collar de seda roja ciñera la piel tan prietamente. Lucía bien el rojo sobre el blanco cremoso de la piel. Pero daba una inquietante sensación de incomodidad, de zozobra casi. El cuerpo desnudo estaba reclinado suave, casi graciosamente, en la popa del bote. Desnudo no. Los senos, un poco caídos por la posición del torso, lograban a medias ocultarse tras la pieza superior de la trusa azul. Remaba lenta, rítmicamente. No le acuciaba prisa alguna. No sentía fatiga. El tiempo estaba allí inmovilizado, tercamente inmóvil, obstinándose en ignorar su destino de eternidad. Pero el bote avanzaba. Avanzaba ingrávido, como si no existiese el peso del cuerpo semidesnudo reclinado suave, casi graciosamente, sobre la popa… El bote pesa menos que el sentido de mi vida junto a ti. Y los remos trasmitían la levedad del peso a sus manos. Sus músculos, en la flexión rítmica, apenas si formaban relieve en los bíceps; meras cañas de bambú, apenas nudosos, sin la forma envidiada de otros brazos, a pesar de las vitaminas que en el anuncio del diario garantizaban la posesión de un cuerpo de Atlas, de atleta al menos. Observó su propio pecho hundido. Debo hacer ejercicio. Es una vergüenza. La franja estrecha de vellos negros separando apenas las tetillas. Dejaré de fumar el mes próximo. Me estoy matando. No sentía el sol encendido en su espalda. Quizás por la brisa. Era una brisa acariciante, suave, fresca, como si en vez de salitre trajera humedad de hoja de plátano orocío de helechos. Resultaba extraño. Ninguna de sus sensaciones correspondía a la realidad inmediata. Pero el bote avanzaba. Y su propio vientre escuálido formaba arrugas más arriba del pantaloncito de lana. Y abajo, entre sus piernas, el bulto exagerado a pesar de lo tenso del elástico. Porque hay un absurdo cruel en el sentido equilibrio de ese alguien responsable de todo; que no es equilibrio, que no tiene en verdad sentido, que no es igual a mantener el bote a flote con dos cuerpos, ni hacer que el mundo gire sobre un eje imaginario, porque estar aquí no lo he pedido yo, del mismo modo que nunca pedí nada. Pero exigen, piden, demandan, de mí, de mí sólo. Eres tan niño. Y tienes ya cosas de hombre. Y no supe si lo decía porque escribía a escondidas o por lo otro. Pero no debió decirlo. Porque una madre haría bien en estrujar cuidadosamente las palabras en su corazón antes de darles calor en sus labios. Y nunca se sabe. Aunque por saberlo acepté ir con Luis a la casa de balcón en ruinas donde vivía la vieja Leoncia con las nueve muchachas. Y comprobaron todas que sí, que yo tenía cosas de hombre, y gozaron mucho, sobre todo la bajita de muslos duros y mirada blanda como de níspero. Pero fíjate que eso no es ser hombre. Porque ser hombre es tener uno sentido propio. Y ella lo tenía por mí: No te cases joven, hijito. Y el sentido no estaba en el amor. Porque el amor estaba siempre en una muchacha negra, o mulata, o pobre o generosa en demasía con su propia cuerpo. Y no era ése el sentido que ella tenía para mí, sino una blanca y bien nacida. Y tampoco era en escribir: Deja esas tonterías, hijito, sino en una profesión, la que fuese, que no podía ser otra sino la de maestro, porque no siempre hay medios de estudiar lo que más se anhela. Y murió al llevarle yo el diploma, no sé si de gusto, aunque el doctor aseguró que era sólo de angina. Pero de todos modos murió. Y yo creí que al fin mi vida tendría un sentido. Pero no se puede llenar una vida vacía de sentido como se ahita una almohada con guano, o con plumas de ganso, o con plumas más suaves de cisne. Porque ya yo era maestro. Y no pasaría necesidades, teniendo una carrera, como había asegurado ella, ni escribiría jamás. Y te conocía a ti que prometías dar amor a mi vida, suavidad a mi vida, como pluma de cisne. Y me casé contigo que entonces tenías los pechitos erguidos y eras de buena cuna, y creí que sería hombre de provecho porque no fui más a la casa vieja de balcón en ruinas (a Leoncia sólo la vi luego cargando el Sepulcro, los Viernes Santos, en la procesión de las cuatro), y me dediqué a trabajar como lo hacen los mansos y a quererte como el que tiene hambre vieja de amor, que eso tenía yo, porque no hay ser que viva con menos amor que el hijo de una madre que dirige con sus manos duras el destino, y es esclava de su hijo. Y esa hambre de amor que yo tenía desde chiquito y que no saciaban las muchachas de la casa vieja (eran nueve las muchachas) estaba en mí para que tú la saciaras, y por eso no escribí ya más, y todo ello para que estés ahora ahí, quieta, en la popa del bote, como si no oyeras ni sintieras nada, como si no supieras que estoy aquí, gobernando la nave, yo, por vez primera, hacia el rumbo que escoja, sin consultar a nadie, ni siquiera a ti, ni a mi madre porque está muerta, ni a la principal de esa escuela donde dicen que soy maestro (“mister”, “mister”, usted es lindo y me gusta y el mundo se está cayendo), ni a la senadora que demanda que yo vote por ella, ni a la alcaldesa que pide que yo mantenga su ciudad limpia, ni a la farmacéutica que exige que yo, precisamente yo, le pague la cuenta atrasada, sonriendo, como sonríen los seres que tienen siempre la vida o la muerte en sus manos, ni a la doctora que atendió al nene, ni a todas las que exigen, y obligan, y piden, y sonríen, y dejan a uno vacío, sin saber que ya otra había vaciado de sentido, desde el principio, al hombre que no pidió estar aquí, ni exigió nunca nada; a nadie, ¿entiendes?, a nadie. ¿Por qué se afinaba tanto la costa? La copa de los cocoteros se fundía ya con las tunas y las uvas playeras. Era una pincelada verde, alargada, como una ceja que alguien depilara sobre el párpado semicerrado de la arena. El mar parece azul desde la costa, pero es verde aquí, sólo verde. ¿No había una realidad que fuese inmutable sin importar la distancia? Cada remo hacía chas al hundirse en el agua y luego un glú-glú rápido. Y a pesar de ser dos los remos, el sonido era simultáneo, como si fuese uno. El cuerpo en la popa seguía ejerciendo una fascinación indescriptible. No era que los senos parecieran un poco caídos. Eso sin duda se debía a la posición de ella frente a él. Pero el vientre no era tan terso como la noche de bodas. -No, así no quiero. Los hijos deforman el cuerpo. Precisamente allí, donde la pieza inferior de la trusa azul bordeaba la carne tan apretadamente, se había deformado el vientre. -Ay, mi pobre cuerpo. Por tu culpa. Y había crecido ahí, precisamente ahí, en el lugar que había sido terso y que él besara con la pasión de una luna perdida en la búsqueda inútil de su noche. Hasta que no pudo crecer más y rompió la fuente de sangre y gritos. -Es un niño. ¡Qué débil y frágil es! Como son siempre los niños. Aunque la fragilidad de la embarcación no le impedía llevar el peso de los dos cuerpos rasgando el verde desasogado del mar. El sol de nadie tenía piedad. Y él remaba sin prisa, el infinito a su espalda. ¡Es tan frágil la infancia! Tan frágil un cuerpo reclinado suave, casi graciosamente, sobre la popa del bote. Ahora no sentía el cansancio de las noches y las mañanas. -El nene está llorando. -Levántate tú. Yo estoy cansada. Remaba rítmicamente, sin esfuerzo casi, sin fatiga, la brisa salpicando de espuma el interior del bote. -Por mí, querido, un televisor. -No sé si pueda. Este mes… -La vida no tiene sentido sin televisor. La vida no tenía sentido, pero el sol evaporaba rápidamente las gotas tenues de mar sobre la piel de ella. -Mañana vence el plazo de la lavadora eléctrica. Cada remo hacía chas al hundirse en el agua y luego un glu-glú rápido, huidizo. Pero lento, angustioso, enloquecedor, saliendo de la incisión en la garganta del nene por el tubo de goma con olor a desinfectante. -Si se obstruye el tubo, muere el niño. (El niño mío, quería decir ella, el niño que era mi hijo.) Café negro y bencedrina. Aléjate, sueño, aléjate. Limpiar el tubo, mantener el tubo sin obstrucciones. Glu-glú, al unísono, los remos saliendo del agua. Glu-glú, el reloj de esfera negra, sobre la mesa de noche. -Papi, mami está llorando porque se le quemó el arroz. (Ay, se le quemó el arroz. Otra vez se le quemó el arroz.) Glu-glú, y la espuma del tubo, que era preciso limpiar. Cuidadosamente. Cuidadosamente, con el pedazo de gasa desinfectada. -Papi, cuando yo sea grande, ¿me casaré también? Café negro y bencedrina. ¿Por qué los remos empezaban de súbito a sentirse pesados y recios bajo sus manos? Café negro… -No puedo más. Quédate tú ahora con el nene. -Yo no. Los nervios me matan Soy sólo una débil mujer. Glu-glú. Glu-glú. Minuto a minuto. Glu-glú, en el reloj de la mesa. Glu-glú, en la punta de los remos. Glu-glú, en los párpados pesados de sueño. Glu-glú. Glu-glú. Glu… -Otra vez tarde. Y ayer faltó usted a clase. -Ayer enterré a mi hijito. Ya la tierra no se veía. Ya el horizonte era idéntico a su izquierda o a su derecha, frente a sí, o a sus espaldas. Ya era sólo un bote en el desasosiego del mar. Y ahora que era sólo eso, ahora que no importaban los límites ni los horizontes, los remos empezaban a perder su ritmo lento para moverse a golpes secos, febriles, irregulares. -Este vecindario se ha vuelto un infierno. -Era bueno cuando nos mudamos. -Hay algo que se llama el tiempo, querido. Y que pasa. Pero nosotros… Nosotros somos una pareja de tantas, porque el marido es maestro y la mujer una bien nacida, y peor hubiese sido si soy escritor, aunque no estoy seguro. La principal es mujer, y la senadora es mujer, y mi madre fue mujer, y yo soy sólo maestro, y en la cama un hombre, y mi mujer lo sabe, pero no es feliz porque la felicidad la traen las cosas buenas que se hacen en las fábricas, como se la trajeron a la supervisora de inglés, y a otras tan hábiles como ella para atraer la felicidad. Pero mi mujer no. Pero Anita, de la Calle Luna, es feliz cuando me goza, o aparenta que me goza, a pesar de que es mayor que aquellas muchachas de la vieja casa de balcón en ruinas (eran nueve las muchachas y la menor tenía los muslos duros y la mirada de níspero), pero no pide absurdos, sólo lo que le doy, que es bastante en un sentido, mas no exige un traje nuevo para la fiesta de los Rotarios el mismo día en que me ejecutan la hipoteca, y los cuarenta dólares que me descuentan del sueldo por el último préstamo y quince más para el Fondo del Retiro, porque la ley que hizo la senadora es buena y obliga a que yo piense en la vejez (la de mi mujer quiere decir la ley, porque no hay ley que proteja al hombre), aunque antes de llegar a esa vejez que la ley señala no se tenga para el plazo atrasado del televisor (nadie puede vivir sin televisor, ay, nadie puede), y ella insiste en que lo eche afuera para conservar el cuerpo bonito y lucir el traje nuevo (no ése, sino el último, el de la falda bordada en “rhinestones”), si tan siquiera fuese para gozarlo (su cuerpo, digo), pero apenas me deja, con esa angustia de lo completo, y todo por no usar la esponja chica, como dijo la trabajadora social de Bienestar Público que es en verdad Malestar Privado o cuando no con aquello de no, me duele, que Anita me dice porque se conforma con los tragos en la barra y los cinco dólares, más dos del cuarto que usamos esa noche, y no se queja, ni le duele, porque no es bien nacida y tampoco estoy seguro de que sea blanca. -¿Es que no tienes vergüenza ni orgullo, querido? La gente decente vive hoy en las nuevas urbanizaciones. Pero nosotros… Las puntas del pañuelo rojo que ceñía el cuello tan justamente flotaban al aire gritando alegres trap-traps. Él estaba seguro de haber apretado el lazo con firmeza al notarlo demasiado flojo (por eso ahora parecía un collar de seda), pero lo había hecho con gestos suaves para no incomodarla, para que no se alterara en lo más mínimo la posición graciosa del cuerpo sobre la popa. Por lo demás, el bote avanzaba. -Si yo fuese hombre ganaría más dinero que tú. Pero soy sólo una débil mujer… Una débil mujer destinada a ser esclava del marido porque yo soy el marido y ella la esclava. Mi madre era también una débil mujer. Y si mi hijo no hubiese muerto también habría sido el amo de dos esclavas y es mejor que muriera. Un maestro no muere, pero precisa tenerlo todo eléctrico, porque no hay servicio y cómo ha de haberlo si las muchachas del campo se van a las fábricas o a los bares de la Calle Luna (a casa de Leoncia no porque murió un Viernes Santo, mientras cargaba el Sepulcro en la procesión de las cuatro), y se niegan a servir, lo cual es una agonía en el tiempo porque creen ser libres, y no lo son si luego aspiran a salir de la fábrica, y tener, y exigir, y el marido agonizar, porque la estufa eléctrica es buena, y la olla de presión también, pero el arroz se amogolla, o se quema, y las habichuelas se ahuman, y los sáñuiches de “La Nueva Aurora” no son alimento para un hombre que trabaja, y hay que gastar en vitaminas que la farmacéutica despacha con su sonrisa eterna, y a veces me dan tentaciones de pedirle veneno, pero en casa no hay ratas, aunque es cierto que tengo una especie de erupción en las ingles, y alguna cosa habrá para esa molestia (me pregunto si la farmacéutica sonreirá también cuando le hable del escozor en mis ingles), un polvo que sea blanco y venenoso porque ahora en el verano es peor (la erupción, quiero decir), y tengo que llevarla a la playa y me dará dolor de cabeza hablándome del auto nuevo que debo comprar, y de las miserias que pasa, y de su condición de mujer débil y humillada, hasta que me estalle la cabeza y me den ganas de echarle plomo derretido en todos los huecos de su cuerpo, pero no le echaré nada porque soy maestro de criaturas inocentes (“mister”, “mister”, a esa niña la preñó el conserje), y para sentirme vivo tengo que ir a la Calle Luna, pero a Anita, claro está, ya no le haría daño, y es que en casa es donde soy el amo, hasta que reviente. Vio en el fondo del bote sus propios pies desnudos: los dedos largos, retorcidos, encaramándose uno encima del otro. Me aprietan, madre. Ese número te queda bien, hijito. Pero me aprietan, madre. Ya los domarás; son bonitos, como si quisieran protegerse, unos a otros, contra la crueldad del mundo. Y vio luego los pies de ella formando óvalos casi perfectos, con los dedos suaves y pequeños, las uñas de coral encendido. -¿Para qué estás amolando ese cuchillo tan viejo? -Para mañana. Para abrir unos cocos en la playa mañana. -Me da dentera. Observó el vuelo de un ave marina sobre el bote: el plumaje tan blanco, los movimientos tan gráciles, la forma toda tan bellamente encendida de sol. Y el ave se lanzó sobre el agua y volvió a remontarse con un pez en sus garras. Y eran unas garras poderosas, insospechadas en la frágil belleza del cuerpo aéreo. -Tenemos que cambiar la cortina vieja del balcón, querido. ¡Qué vergüenza! Somos el hazmerreír del vecindario. El vecindario ríe, y oigo su risa, y debe sus cuentas en la misma farmacia. La farmacéutica entregándole el pequeño paquete: la calavera roja sobre dos huesos en cruz. “Uso externo.” ¿Veneno para las ratas? Sonriendo, sonriendo siempre. El cuchillo viejo estaba a sus pies, en el fondo del bote, las manchas negras oscureciendo el filo. -¡Cuidado, que el coco mancha! -No importa, queridita. Pruébalo. Es fresco y dulce. (Uso externo no; interno, interno.) -Es demasiado picante. -No importa, queridita. Vamos a pasear en bote.Y no tendremos agua a mano por un buen rato. Bebe. Remaba ahora con furia, sin sentido del rumbo. El bote, inexplicablemente, describía círculos amplios, más amplios… -No es que yo sea mala, querido. Es que nací para otra vida. ¿Qué culpa tengo, si el dinero…? Los círculos, cortados limpiamente a pesar del desasosiego del agua, daban la sensación de que había en ello un propósito definido. ¿Pero lo había? El bote giraba locamente empezando a estrechar los círculos. ¿Qué busca él bote, qué busca el bote? -Mami dice que tú eres un infeliz. ¿Por qué tú eres un infeliz, papi? El sudor de la frente le caía a goterones sobre los párpados, atravesando las pestañas para dar a la visión del mundo la sensación de un objetivo fuera de foco. -¿Sabes, querido? Un hombre de verdad le da a su mujer lo que ella no tiene. Y la nicotina en los bronquios, aglutinándose para obstruir la respiración. El pecho escuálido era un fuelle de angustia y ruidos, la franja estrecha de pelos separando apenas las tetillas. Y era desordenada, exasperante la flexión de los brazos moviendo los remos. El bote acortaba los círculos, los hacía más reducidos, pero siempre inútiles, furiosamente inútiles, como un torbellino que aparenta tener sentido oculto, sin tenerlo, excepto el único de girar, girar con rabia atroz sobre sí mismo, devorando sus propios movimientos concéntricos. De pronto, dejó de remar. El bote, huérfano de orientación y mando, osciló peligrosamente. El sudor seguía dando a sus pupilas la visión de un mundo fuera de foco. Pero reinaba el orden porque allí, de súbito, estaba ahora la anciana de pelo blanco, semidesnuda en la trusa azul, asqueante, su cuerpo expuesto al sol inmisericorde. -Eres muy joven para pensar en el matrimonio. No pienses en eso todavía, hijito. -No pienso en eso, madre. Lo juro. No pienso en eso, ya. Jadeaba de fatiga, aunque sus brazos permanecían inmóviles, laxos, doloridos, abandonados los remos que flotaban y se deslizaban de sus manos, y se alejaban, sin remedio, en el tiempo, sobre lo verde… -Papi, mami dice que tú no debías… Pero debí hacerlo desde hace años. Debí hacerlo. Porque hay algo que le roe a ella las entrañas, demandando, exigiendo, de mí, que no tengo la culpa de poseer lo que ella no tiene y nunca pedí a nadie. Sólo vivir tranquilo, buscando un sentido de mi vida. O angustiado, no logrando encontrarlo jamás. Pero sin esa presión horrible de la envidia de ella, sin esa exigencia de siempre proporcionar a su vida cosas que no entiendo. Ayer se llevaron la lavadora eléctrica. Porque piensa que ser hombre es sólo eso. La casa nueva, querido. Pero ser hombre es, por lo menos, saber por qué está uno en un bote sobre las aguas verdes que de lejos parecen ser azules. Y sin embargo, si ella lo pide. Si tú lo pides… Lo pedía, dentro de la trusa azul, reclinada en la popa, aquella criatura radiante y juvenil, de belleza sobrehumana. Baile en los Rotarlos, querido. El sol de nadie tenía piedad. ¿Me queda bien lo rojo, querido? El cuchillo a sus pies tuvo un chispazo cegador a pesar de las manchas negruzcas en el filo. Ni pensar en otro hijo. ¡Y con tu sueldo…! Al inclinarse a agarrarlo sus ojos resbalaron sobre el abultado relieve entre sus piernas. Ay, no, querido, que me haces daño. Daño en el alma a un hombre que no pide sino buscar el sentido de su vida. Llamada urgente del banco. Tampoco mi hijo lo hubiese encontrado. Llamada urgente… Y es mejor que muriera. Ejecutaron ya… Pero no puedo. Porque antes he de saber por qué estoy aquí. Sin prórroga… Y no me han dado tiempo. Muy señor nuestro, lamentamos…No me han dejado paz para la búsqueda. Telegrama del Departamento. Telegrama… ¡Todo lo que quieran por tener la paz! Lamentamos…Y saber. Saber… -Cosas de hombre, hijito. -Sí, madre, del hombre que nunca conociste. Se puso de pie. El bote osciló bruscamente, pero él logró mantener el equilibrio. En la popa había un cuerpo. Inmóvil ya, era cierto. Pero el mundo allá, en la playa, seguía siendo un mundo de devoradoras y de esclavos. Y acá, era un viaje sin retorno. Introdujo el cuchillo entre su carne y el pantaloncito de baño. Volteó el filo hacia afuera. Rasgó la tela. Hizo lo propio en el lado izquierdo y los trozos de lana, junto a las tiras de elástico, cayeron al fondo del bote entre sus pies desnudos. El bote estaba solo entre el cielo y el mar. Nada había cambiado. El sol era el mismo. Y la brisa seguía arrancando alegres trap-traps a las puntas del pañuelo de seda roja. Pero el tiempo, antes inmóvil, empezaba a proyectarse hacia la eternidad. Y ahora él estaba desnudo en el vientre del bote. Y en la popa había un cuerpo reclinado. -Un hombre da a su mujer… Sí, querida, ya lo dijiste antes. Con la mano izquierda agarró el conjunto de tejido esponjoso y lo separó lo más que pudo de su cuerpo. Levantó el cuchillo al sol y de un tajo tremendo, de espanto, cortó a ras de los vellos negros. El alarido, junto al despojo sangrante, fue a estrellarse contra el cuerpo inmóvil que permanecía apoyado suave, casi graciosamente, sobre la popa del bote. FIN

Beatriz, una palabra enorme

Mario Benedetti Libertad es una palabra enorme. Por ejemplo, cuando terminan las clases, se dice que una está en libertad. Mientras dura la libertad, una pasa, una juega, una no tiene por qué estudiar. Se dice que un país es libre cuando una mujer cualquiera o un hombre cualquiera hace lo que se le antoja. Pero hasta los países libres tienen cosas muy prohibidas. Por ejemplo matar. Eso sí, se pueden matar mosquitos y cucarachas, y también vacas para hacer churrascos. Por ejemplo está prohibido robar, aunque no es grave que una se quede con algún vuelto cuando Graciela, que es mi mami, me encarga alguna compra. Por ejemplo está prohibido llegar tarde a la escuela, aunque en este caso hay que hacer una cartita, mejor dicho la tiene que hacer Graciela, justificando por qué. Así dice la maestra: justificando. Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, si una no está presa, se dice que está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embargo está en Libertad, porque así se llama la cárcel donde está hace ya muchos años. A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo. Un día le conté a mi amiga Angélica que la cárcel en que está mi papá se llama Libertad y que el tío Rolando había dicho qué sarcasmo y a mi amiga Angélica le gustó tanto la palabra que cuando su padrino le regaló un perrito le puso de nombre Sarcasmo. Mi papá es un preso pero no porque haya matado o robado o llegado tarde a la escuela. Graciela dice que mi papá está en Libertad, o sea preso, por sus ideas. Parece que mi papá era famoso por sus ideas. Yo también a veces tengo ideas, pero todavía no soy famosa. Por eso no estoy en Libertad, o sea que no estoy presa. Si yo estuviera presa, me gustaría que dos de mis muñecas, la Toti y la Mónica, fueran también presas políticas. Porque a mí me gusta dormirme abrazada por los menos a la Toti. A la Mónica no tanto, porque es muy gruñona. Yo nunca le pego, sobre todo para darle ese buen ejemplo a Graciela. Ella me ha pegado pocas veces, pero cuando lo hace yo quisiera tener muchísima libertad. Cuando me pega o me rezonga, yo le digo Ella, porque a ella no le gusta que la llame así. Es claro que tengo que estar muy alunada para llamarla Ella. Si por ejemplo viene mi abuelo y me pregunta dónde está tu madre, y yo le contesto Ella está en la cocina, ya todo el mundo sabe que estoy alunada, porque si no estoy alunada digo solamente Graciela está en la cocina. Mi abuelo siempre dice que yo salí la más alunada de la familia y eso a mí me deja muy contenta. A Graciela tampoco le gusta demasiado que yo la llame Graciela, pero yo la llamo así porque es un nombre lindo. Solo cuando la quiero muchísimo, cuando la adoro y la beso y la estrujo y ella me dice ay chiquilina no me estrujes así, entonces sí la llamo mamá o mami, y Graciela se conmueve y se pone muy tiernita y me acaricia el pelo, y eso no sería así ni sería tan bueno si yo le dijera mamá o mami por cualquier pavada. O sea que la libertad es una palabra enorme. Graciela dice que ser un preso político como mi papá no es ninguna vergüenza. Que es casi un orgullo. ¿Por qué casi? Es orgullo o es vergüenza. ¿Le gustaría que yo dijera que es casi vergüenza? Yo estoy orgullosa, no casi orgullosa, de mi papá, porque tuvo muchísimas ideas, tantas y tantísimas que lo metieron preso por ellas. Yo creo que ahora mi papá seguirá teniendo ideas, pero es casi seguro que no se las dice a nadie, porque si las dice, cuando salga de Libertad para vivir en libertad, lo pueden meter otra vez en Libertad. ¿Ven como es enorme? FIN

La pequeña salida del señor Loveday

Evelyn Waugh I —No encontrarás muy cambiado a tu padre —dijo lady Moping mientras el coche franqueaba la verja del sanatorio del condado. —¿Llevará uniforme? —preguntó Ángela. —No, querida, desde luego que no. Aquí lo atienden mejor que en ninguna parte. Era la primera visita de Ángela y había sido a propuesta de ella misma. Habían pasado diez años desde aquel lluvioso día de finales de verano en que se llevaron a lord Moping, un día de confusos, pero amargos recuerdos para ella; el día de la fiesta anual al aire libre de lady Moping, un día siempre amargo y confuso debido al capricho del tiempo, que, después de mantenerse sereno y prometedor hasta que llegaron los primeros invitados, había degenerado, de súbito, en un aguacero. Todos intentaron ponerse a cubierto; el entoldado se vino abajo; un frenético desfile de gente con cojines y sillas; un mantel atado a las ramas de la araucaria, ondeando bajo la lluvia; un lapso de sol y los invitados saliendo con cautela al césped empapado; otro chaparrón; otros veinte minutos de sol. Una tarde atroz que había culminado pasadas las seis con el intento de suicidio de su padre. Lord Moping solía amenazar con suicidarse el día de la fiesta al aire libre. Aquel año lo habían encontrado con la cara negra, colgando de sus propios tirantes en el invernadero de los cítricos; unos vecinos que se habían resguardado allí de la lluvia lo bajaron y, antes de cenar, ya estaba allí el furgón que venía a buscarlo. A partir de entonces lady Moping había visitado periódicamente el sanatorio, regresando siempre a la hora del té y un tanto reacia a hablar de la experiencia. Muchos de sus vecinos criticaban en mayor o menor medida la reclusión de lord Moping. No se trataba, desde luego, de un paciente cualquiera. Vivía en un ala aparte del centro, especialmente pensada para los dementes acomodados, a los que se tenía toda la consideración que sus fobias permitían. Podían elegir la ropa que vestían (muchos tenían gustos muy extravagantes), fumar los cigarros más caros del mercado y, en los aniversarios de su certificación, invitar a cenas privadas a otros internos por quienes sintieran apego. Pese a todo ello, el manicomio distaba mucho de ser una institución de las más caras; el ambiguo membrete —«HOGAR PARA DEFICIENTES MENTALES»—, estampado en el papel de carta, lucido por los empleados en los uniformes, pintado incluso en una valla muy visible sobre la entrada principal, suscitaba asociaciones muy poco halagüeñas. De vez en cuando, con mayor o menor tacto, las amigas de lady Moping intentaban comentarle detalles sobre casas de reposo al borde del mar, «médicos cualificados y grandes recintos privados ideales para el tratamiento de casos difíciles», pero ella se lo tomaba todo a la ligera. Cuando su hijo fuera mayor de edad ya haría los cambios que juzgara oportunos; mientras tanto ella no se sentía inclinada a relajar su régimen económico; su marido la había engañado vilmente justo el día del año en que ella recababa apoyo y fidelidad, y lo estaba pasando mucho mejor de lo que se merecía. Varias figuras solitarias con sobretodo paseaban por el jardín arrastrando los pies. —Esos son los locos de clase baja —observó lady Moping—. Para la gente como tu padre hay un jardincito precioso con muchas flores. Yo les envié unos esquejes el año pasado. Dejaron atrás la aburrida fachada de ladrillo amarillo y llegaron a la entrada particular del doctor, quien las recibió en la «sala de visitantes», dispuesta expresamente para entrevistas de esta índole. La ventana estaba protegida en su parte interior por barrotes y tela metálica; no había hogar, y cuando Ángela trató de apartar discretamente su silla del radiador, comprobó que estaba atornillada al suelo. —Lord Moping está en buenas condiciones de verla —dijo el doctor. —¿Qué tal se encuentra hoy? —Oh, bien, muy bien, no se preocupe. Tuvo un fuerte catarro hace semanas, pero aparte de eso su estado es excelente. Se pasa el tiempo escribiendo… Oyeron un ruido como de pasos arrastrándose por el suelo de losas del pasillo. Al otro lado de la puerta, una voz aguda y desagradable que Ángela reconoció enseguida dijo: —No tengo tiempo. Ya se lo he dicho. Que vuelvan luego. Otra voz, en un tono más suave y con un ligero acento rural, contestó: —Vamos, vamos. Es una visita puramente formal. No hace falta que se quede mucho rato. La puerta se abrió (no tenía cerradura ni pestillo) y lord Moping entró en la salita. Iba acompañado de un hombrecillo entrado en años con el cabello blanco y una expresión de gran bondad en el rostro. —Les presento al señor Loveday, que hace las veces de asistente de lord Moping. —De secretario —corrigió lord Moping. Acto seguido avanzó como a saltitos y estrechó la mano de su esposa. —Esta es Ángela. Te acuerdas de Ángela, ¿verdad? —No, la verdad es que no. ¿Y qué quiere? —Solo hemos venido a verte. —Ah, pues vienen en un momento muy inoportuno. Estoy tremendamente ocupado. ¿Ha pasado ya a máquina esa carta al papa, Loveday? —No, milord. ¿Se acuerda usted de que me dijo que antes comprobara las cifras de las pesquerías de Terranova? —Cierto. Bueno, es una suerte, porque me temo que habrá que redactar la carta de cabo a rabo. Después de comer ha ido saliendo a la luz gran cantidad de datos nuevos. Muchísima información… Ya ves, querida, estoy ocupadísimo —desvió sus inquietos e inquisitivos ojos hacia Ángela—. Supongo que habrás venido por lo del Danubio. Bien, pues tendrás que volver un poco más tarde. Diles que no habrá ningún problema, todo va bien, pero que no he podido dedicarle la atención necesaria. Diles eso. —Muy bien, papá. —En realidad —dijo lord Moping, enfurruñado—, es un asunto de interés secundario. Primero están el Elba, el Amazonas y el Tigris, ¿eh, Loveday?… Oh, y el Danubio, claro está. Un riachuelo infecto. Yo no lo llamaría más que arroyo. Bien, eso es todo, gracias por haber venido. Haría más si pudiera, pero ya ven que no doy abasto. Cuéntenmelo por escrito. Sí, eso es: pónganmelo en letras de molde. Dicho esto, se marchó. —Ya lo ven —dijo el doctor—, se encuentra perfectamente. Ha ganado peso, come y duerme la mar de bien. De hecho, el tono general de su organismo es irreprochable. Se abrió la puerta de nuevo; era Loveday. —Disculpe la interrupción, señor, pero he pensado que a la joven quizá le habrá sentado mal que milord no la haya conocido. No se lo tenga en cuenta, señorita. La próxima vez seguro que estará encantado de verla. Es que hoy está molesto: se ha retrasado un poco en su trabajo. Verá, señor, esta semana he estado ayudando en la biblioteca y no me ha sido posible pasar a máquina todos los informes de milord. Y él se ha hecho un poco de lío con el índice de fichas. No pasa nada. Milord no desea ningún mal a nadie. —Qué hombre tan agradable —dijo Ángela cuando Loveday se hubo marchado de nuevo. —Sí, no sé qué haríamos sin el bueno del señor Loveday. Todo el mundo lo adora, tanto el personal como los pacientes. —Me acuerdo bien de él. Es un consuelo saber que puede usted contar con tan buenos celadores —dijo lady Moping—; la gente que no lo sabe dice muchas tonterías sobre los manicomios. —Oh, pero Loveday no es ningún celador. —No me diga que él también está chiflado —intervino Ángela. —Bueno, tiene ese aire, desde luego —dijo el doctor—, y en estos últimos veinte años lo hemos tratado como si fuera un demente. Loveday es el alma de esta institución. Ni que decir tiene que no es uno de nuestros pacientes privados, pero permitimos que departa libremente con ellos. Es un excelente jugador de billar, hace trucos de magia el día del festival, les arregla los gramófonos, les hace de ayuda de cámara, les ayuda con los crucigramas y también echa una mano en sus, digamos, aficiones. Los pacientes le dan una propinita por los servicios prestados, y a estas alturas es probable que haya amasado una pequeña fortuna. Loveday tiene mucha mano izquierda, puede incluso con los más conflictivos. Es una suerte tenerlo aquí. —Entiendo, pero ¿por qué está internado? —Es una historia bastante triste. Siendo muy joven mató a una persona, una mujer a la que apenas conocía, la hizo caer de la bicicleta y después la estranguló. Loveday se entregó de inmediato y desde entonces no se ha movido de aquí. —Pero si ya no puede hacer el menor daño a nadie, ¿por qué no lo dejan salir? —Bien, imagino que si a alguien le interesara, saldría. No tiene más parientes que una hermanastra que vive en Plymouth. Hace años solía venir a verlo, pero dejó de hacerlo. Él es muy feliz aquí, y les aseguro que no seremos nosotros quienes demos el primer paso para que se marche. Nos es demasiado valioso. —Pero no me parece justo —dijo Ángela. —Fíjese en su padre —dijo el doctor—. Estaría bastante perdido sin tener a Loveday como secretario. —No me parece justo. II Ángela abandonó el sanatorio con una opresiva sensación de injusticia. Su madre se mostró poco comprensiva. —Imagínate: pasarse toda la vida encerrado en un manicomio. —Intentó ahorcarse en el invernadero —replicó lady Moping—, delante de los Chester-Martin nada menos. —No me refiero a papá, sino al señor Loveday. —Creo que no le conozco. —Sí, mamá, el loco que han asignado para que cuide de papá. —¿El secretario de tu padre? Una persona muy decente, me ha parecido a mí, y sumamente idóneo para ese cometido. Ángela no volvió a insistir durante un rato, pero al día siguiente sacó el tema a relucir durante la comida. —Mamá, ¿qué hay que hacer para sacar a alguien del manicomio? —¿Del manicomio? Santo cielo, hija, espero que no estés pensando en que tu padre vuelva a esta casa. —No, no, quiero decir el señor Loveday. —Me parece, Ángela, que estás muy desconcertada. Ya veo que no fue buena idea llevarte ayer de visita. Terminado el almuerzo, Ángela se metió en la biblioteca y, al poco rato, ya estaba inmersa en la entrada de la enciclopedia sobre legislación referida a casos de demencia. No volvió a hablar de ello con su madre, pero, quince días después, ante la posibilidad de llevar unos faisanes a su padre con motivo de su undécima fiesta de certificación, se mostró insólitamente dispuesta a hacer de recadero. Su madre tenía otras cosas en la cabeza y no advirtió nada sospechoso. Ángela fue en su pequeño automóvil hasta el sanatorio y, después de hacer entrega de los faisanes, preguntó por el señor Loveday. Estaba, en ese momento, preparando una corona para uno de sus compañeros, un hombre que esperaba ser ungido de un momento a otro emperador del Brasil, pero Loveday dejó lo que estaba haciendo para charlar unos minutos con Ángela. Hablaron de la salud de su padre y de su estado de ánimo. Finalmente, Ángela dijo: —¿Usted nunca tiene ganas de marcharse? El señor Loveday la miró con sus afables ojos azul gris. —Me he acostumbrado a esta vida, señorita. Les tengo cariño a las personas que residen aquí y diría que algunas de ellas también sienten cariño por mí. Como mínimo, creo que me echarían de menos si me marchara. —Pero ¿nunca piensa en ser libre otra vez? —Desde luego que sí, pienso en ello casi cada momento. —¿Qué haría si saliera de aquí? —preguntó Ángela—. Seguro que hay algo que preferiría hacer antes que quedarse en este sanatorio. El hombre se rebulló un tanto inquieto. —Mire, señorita, no quisiera parecer desagradecido, pero no puedo negar que me vendría muy bien hacer una pequeña salida, antes de que sea demasiado viejo para disfrutar de ello. Imagino que todo el mundo tiene alguna ambición secreta; en mi caso hay algo que muchas veces he deseado poder hacer. Prefiero que no me pregunte de qué se trata… No sería una cosa de mucho rato. Pero estoy convencido de que si pudiera hacerlo, aunque fuera solamente una tarde, ya podría morir tranquilo. Me sería más fácil volver a esta vida y dedicarme a los pobres dementes con mayor entusiasmo. Sí, estoy convencido. Aquella tarde, volviendo en su coche, Ángela no pudo contener las lágrimas. —Ese hombre es un santo; es preciso que disfrute de su pequeña salida —dijo. III A partir de aquel día y durante muchas semanas Ángela tuvo una nueva meta en la vida. Hacía las tareas cotidianas con aire abstraído y una reservada cortesía poco habitual, cosa que tenía muy desconcertada a lady Moping. —Me parece que la niña se ha enamorado. Solo espero que no sea de ese chico tan ordinario, el hijo de los Egbertson. Leía a todas horas en la biblioteca, interrogaba a todo aquel invitado a la casa que pretendiera ser una autoridad en materia legal o médica, mostró una extremada buena voluntad para con el viejo sir Roderick Lane-Foscote, el diputado de la familia. Los términos «alienista», «abogado» o «funcionario del gobierno» habían adquirido para ella la fascinación que otrora rodeaba a actores de cine y luchadores profesionales. Se había convertido en una mujer con una causa, y, antes de que la temporada de caza tocara a su fin, había logrado sus objetivos: el señor Loveday consiguió su libertad. El doctor, pese a cierta reticencia inicial, no puso grandes reparos. Sir Roderick escribió una carta al Ministerio del Interior. Una vez firmados los documentos necesarios, llegó para el señor Loveday el día de abandonar la que había sido su casa durante tan largos y fructíferos años. Hubo un poco de ceremonia en su partida. Ángela y sir Roderick Lane-Foscote se sentaron con los doctores en el escenario del gimnasio. Todos aquellos internos considerados lo suficientemente equilibrados como para aguantar las emociones se encontraban presentes. Lord Moping, no sin algunos gestos de pesar, entregó al señor Loveday en nombre de los locos acaudalados una pitillera de oro; los que se consideraban a sí mismos emperadores lo cubrieron de condecoraciones y títulos de honor. Los celadores le regalaron un reloj de plata, y muchos de los internos que no eran de pago lloraron aquel día. El principal discurso de la tarde corrió a cargo del doctor. —Recuerde —señaló— que deja usted a su paso nada más que nuestros mejores deseos. El tiempo no hará sino acrecentar la deuda que todos creemos tener con usted. Si en el futuro llegara a cansarse de la vida en el exterior, aquí siempre será bienvenido. Su puesto seguirá vacante. Una docena de internos más o menos afligidos le siguieron cojeando o dando saltitos por el camino de grava hasta que se abrió la verja y el señor Loveday penetró en su libertad. El pequeño baúl que poseía estaba ya en la estación; él decidió ir a pie. Había tenido sus reservas con respecto a abandonar el sanatorio, pero iba bien provisto de dinero y la impresión general era que, antes de visitar a su hermanastra en Plymouth, iría a Londres a divertirse un poco. De ahí que la sorpresa fuera general al verlo regresar dos horas después de su liberación. Apareció enigmáticamente risueño, con una sonrisa afable y un tanto engreída de remembranza. —He vuelto —le comunicó al doctor—. Creo que ahora me quedaré aquí definitivamente. —Pero, Loveday, qué vacaciones tan cortas. Mucho me temo que no se habrá divertido apenas nada. —Oh, al contrario, señor, gracias, señor. Me he divertido muchísimo. Todos estos años he venido prometiéndome que me daría un pequeño gusto. Han sido cortas, pero muy provechosas. Ahora podré dedicarme de nuevo a mi trabajo sin el menor remordimiento. Unos quinientos metros más allá del sanatorio, descubrieron más tarde una bicicleta abandonada. Era de mujer y bastante antigua. Cerca de ella, en la cuneta, yacía el cuerpo estrangulado de una mujer joven que, volviendo en bici a su casa para tomar el té, había adelantado al señor Loveday mientras este caminaba enérgicamente meditando sobre sus oportunidades. FIN

viernes, 10 de enero de 2020

La aventura de un automovilista

Italo Calvino Apenas salgo de la ciudad me doy cuenta de que ha oscurecido. Enciendo los faros. Estoy yendo en coche de A a B por una autovía de tres carriles, de ésas con un carril central para pasar a los otros coches en las dos direcciones. Para conducir de noche incluso los ojos deben desconectar un dispositivo que tienen dentro y encender otro, porque ya no necesitan esforzarse para distinguir entre las sombras y los colores atenuados del paisaje vespertino la mancha pequeña de los coches lejanos que vienen de frente o que preceden, pero deben controlar una especie de pizarrón negro que requiere una lectura diferente, más precisa pero simplificada, dado que la oscuridad borra todos los detalles del cuadro que podrían distraer y pone en evidencia sólo los elementos indispensables, rayas blancas sobre el asfalto, luces amarillas de los faros y puntitos rojos. Es un proceso que se produce automáticamente, y si yo esta noche me detengo a reflexionar sobre él es porque ahora que las posibilidades exteriores de distracción disminuyen, las internas toman en mí la delantera, mis pensamientos corren por cuenta propia en un circuito de alternativas y de dudas que no consigo desenchufar, en suma, debo hacer un esfuerzo particular para concentrarme en el volante. He subido al coche inmediatamente después de pelearme por teléfono con Y. Yo vivo en A, Y vive en B. No tenía previsto ir a verla esta noche. Pero en nuestra cotidiana charla telefónica nos dijimos cosas muy graves; al final, llevado por el resentimiento, dije a Y que quería romper nuestra relación; Y respondió que no le importaba, que telefonearía en seguida a Z, mi rival. En ese momento uno de nosotros -no recuerdo si ella o yo mismo- cortó la comunicación. No había pasado un minuto y yo ya había comprendido que el motivo de nuestra disputa era poca cosa comparado con las consecuencias que estaba provocando. Volver a telefonear a Y hubiera sido un error; el único modo de resolver la cuestión era dar un salto a B, explicarnos con Y cara a cara. Aquí estoy pues en esta autovía que he recorrido centenares de veces a todas horas y en todas las estaciones, pero que jamás me había parecido tan larga. Mejor dicho, creo que he perdido el sentido del espacio y del tiempo: los conos de luz proyectados por los faros sumen en lo indistinto el perfil de los lugares; los números de los kilómetros en los carteles y los que saltan en el cuentakilómetros son datos que no me dicen nada, que no responden a la urgencia de mis preguntas sobre qué estará haciendo Y en este momento, qué estará pensando. ¿Tenía intención realmente de llamar a Z o era sólo una amenaza lanzada así, por despecho? Si hablaba en serio, ¿lo habrá hecho inmediatamente después de nuestra conversación, o habrá querido pensarlo un momento, dejar que se calmara la rabia antes de tomar una decisión? Z vive en A, como yo; está enamorado de Y desde hace años, sin éxito; si ella lo ha telefoneado invitándolo, seguro que él se ha precipitado en el coche a B; por lo tanto también él corre por esta autovía; cada coche que me adelanta podría ser el suyo, y suyo cada coche que adelanto yo. Me es difícil estar seguro: los coches que van en mi misma dirección son dos luces rojas cuando me preceden y dos ojos amarillos cuando los veo seguirme en el retrovisor. En el momento en que me pasan puedo distinguir cuando mucho qué tipo de coche es y cuántas personas van a bordo, pero los automóviles en los que el conductor va solo son la gran mayoría y, en cuanto al modelo, no me consta que el coche de Z sea particularmente reconocible. Como si no bastara, se echa a llover. El campo visual se reduce al semicírculo de vidrio barrido por el limpiaparabrisas, todo el resto es oscuridad estriada y opaca, las noticias que me llegan de fuera son sólo resplandores amarillos y rojos deformados por un torbellino de gotas. Todo lo que puedo hacer con Z es tratar de pasarlo, no dejar que me pase, cualquiera que sea su coche, pero no conseguiré saber si su coche está y cuál es. Siento igualmente enemigos todos los coches que van hacia A; todo coche más veloz que el mío que me señala afanosamente en el retrovisor con los faros intermitentes su voluntad de pasarme provoca en mí una punzada de celos; cada vez que veo delante de mí disminuir la distancia que me separa de las luces traseras de mi rival me lanzo al carril central con un impulso de triunfo para llegar a casa de Y antes que él. Me bastarían pocos minutos de ventaja: al ver con qué prontitud he corrido a su casa, Y olvidará en seguida los motivos de la pelea; entre nosotros todo volverá a ser como antes; al llegar, Z comprenderá que ha sido convocado a la cita sólo por una especie de juego entre nosotros dos; se sentirá como un intruso. Más aún, quizás en este momento Y se ha arrepentido de todo lo que me dijo, ha tratado de llamarme por teléfono, o bien ha pensado como yo que lo mejor era acudir en persona, se ha sentado al volante y en este momento corre en dirección opuesta a la mía por esta autovía. Ahora he dejado de atender a los coches que van en mi misma dirección y miro los que vienen a mi encuentro, que para mí sólo consisten en la doble estrella de los faros que se dilata hasta barrer la oscuridad de mi campo visual para desaparecer después de golpe a mis espaldas arrastrando consigo una especie de luminiscencia submarina. El coche de Y es de un modelo muy corriente; como el mío, por lo demás. Cada una de esas apariciones luminosas podría ser ella que corre hacia mí, con cada una siento algo que se mueve en mi sangre impulsado por una intimidad destinada a permanecer secreta; el mensaje amoroso dirigido exclusivamente a mí se confunde con todos los otros mensajes que corren por el hilo de la autovía; sin embargo, no podría desear de ella un mensaje diferente de éste. Me doy cuenta de que al correr hacia Y lo que más deseo no es encontrar a Y al término de mi carrera: quiero que sea Y la que corra hacia mí, ésta es la respuesta que necesito, es decir, necesito que sepa que corro hacia ella pero al mismo tiempo necesito saber que ella corre hacia mí. La única idea que me reconforta es, sin embargo, la que más me atormenta: la idea de que si en este momento Y corre hacia A, también ella cada vez que vea los faros de un coche que va hacia B se preguntará si soy yo el que corre hacia ella, deseará que sea yo y no podrá jamás estar segura. Ahora dos coches que van en direcciones opuestas se han encontrado por un segundo uno junto al otro, un resplandor ha iluminado las gotas de lluvia y el rumor de los motores se ha fundido como en un brusco soplo de viento: quizás éramos nosotros, es decir, es seguro que yo era yo, si eso significa algo, y la otra podría ser ella, es decir, la que yo quiero que ella sea, el signo de ella en el que quiero reconocerla, aunque sea justamente el signo mismo que me la vuelve irreconocible. Correr por la autovía es el único modo que nos queda, a ella y a mí, de expresar lo que tenemos que decirnos, pero no podemos comunicarlo ni recibirlo mientras sigamos corriendo. Es cierto que me he sentado al volante para llegar a su casa lo antes posible, pero cuanto más avanzo más cuenta me doy de que el momento de la llegada no es el verdadero fin de mi carrera. Nuestro encuentro, con todos los detalles accidentales que la escena de un encuentro supone, la menuda red de sensaciones, significados, recuerdos que se desplegaría ante mí -la habitación con el filodendro, la lámpara de opalina, los pendientes-, las cosas que yo diría, algunas seguramente erradas o equivocas, las cosas que diría ella, en cierta medida seguramente fuera de lugar o en todo caso no las que espero, todo el ovillo de consecuencias imprevisibles que cada gesto y cada palabra comportan, levantaría en torno a las cosas que tenemos que decirnos, o mejor, que queremos oírnos decir, una nube de ruidos parásitos tal que la comunicación ya difícil por teléfono resultaría aún más perturbada, sofocada, sepultada como bajo un alud de arena. Por eso he sentido la necesidad, antes que de seguir hablando, de transformar las cosas por decir en un cono de luz lanzado a ciento cuarenta por hora, de transformarme yo mismo en ese cono de luz que se mueve por la autovía, porque es cierto que una señal así puede ser recibida y comprendida por ella sin perderse en el desorden equívoco de las vibraciones secundarias, así como yo para recibir y comprender las cosas que ella tiene que decirme quisiera que sólo fuesen (más aún, quisiera que ella misma sólo fuese) ese cono de luz que veo avanzar por la autovía a una velocidad (digo así, a simple vista) de ciento diez o ciento veinte. Lo que cuenta es comunicar lo indispensable dejando caer todo lo superfluo, reducirnos nosotros mismos a comunicación esencial, a señal luminosa que se mueve en una dirección dada, aboliendo la complejidad de nuestras personas, situaciones, expresiones faciales, dejándolas en la caja de sombra que los faros llevan detrás y esconden. La Y que yo amo en realidad es ese haz de rayos luminosos en movimiento, todo el resto de ella puede permanecer implícito, mi yo que ella, mi yo que tiene el poder de entrar en ese circuito de exaltación que es su vida afectiva, es el parpadeo del intermitente al pasar otro coche que, por amor a ella y no sin cierto riesgo, estoy intentando. También con Z (no me he olvidado para nada de Z) la relación justa puedo establecerla únicamente si él es para mí sólo parpadeo intermitente y deslumbramiento que me sigue, o luces de posición que yo sigo; porque si empiezo a tomar en cuenta su persona con ese algo -digamos- de patético pero también de innegablemente desagradable, aunque sin embargo -debo reconocerlo-, justificable, con toda su aburrida historia de enamoramiento desdichado, su comportamiento siempre un poco esquivo... bueno, no se sabe ya adónde va uno a parar. En cambio, mientras todo sigue así, está muy bien: Z que trata de pasarme se deja pasar por mi (pero no sé si es él), Y que acelera hacia mí (pero no sé si es ella) arrepentida y de nuevo enamorada, yo que acudo a su casa celoso y ansioso (pero no puedo hacérselo saber, ni a ella ni a nadie). Si en la autovía estuviera absolutamente solo, si no viera correr otros coches ni en un sentido ni en el otro, todo sería sin duda mucho más claro, tendría la certidumbre de que ni Z se ha movido para suplantarme, ni Y se ha movido para reconciliarse conmigo, datos que podría consignar en el activo o en el pasivo de mi balance, pero que no dejarían lugar a dudas. Y sin embargo, si me fuera dado sustituir mi presente estado de incertidumbre por semejante certeza negativa, rechazaría sin más el cambio. La condición ideal para excluir cualquier duda sería que en toda esta parte del mundo existieran sólo tres automóviles: el mío, el de Y, el de Z; entonces ningún otro coche podría avanzar en mi dirección sino el de Z, el único coche que fuera en dirección opuesta sería con toda seguridad el de Y. En cambio, entre los centenares de coches que la noche y la lluvia reducen a anónimos resplandores, sólo un observador inmóvil e instalado en una posición favorable podría distinguir un coche de otro, reconocer quizá quién va a bordo. Esta es la contradicción en que me encuentro: si quiero recibir un mensaje tendré que renunciar a ser mensaje yo mismo, pero el mensaje que quisiera recibir de Y -es decir, el mensaje en que se ha convertido la propia Y- tiene valor sólo si yo a mi vez soy mensaje; por otra parte el mensaje en que me he convertido sólo tiene sentido si Y no se limita a recibirlo como una receptora cualquiera de mensajes, sino si es el mensaje que espero recibir de ella. Ahora llegar a B, subir a la casa de Y, encontrar que se ha quedado allí con su dolor de cabeza rumiando los motivos de la disputa, no me daría ya ninguna satisfacción; si entonces llegara de improviso también Z se produciría una escena detestable; y en cambio si yo supiera que Z se ha guardado bien de ir, o que Y no ha llevado a la práctica su amenaza de telefonearle, sentiría que he hecho el papel de un imbécil. Por otra parte, si yo me hubiera quedado en A e Y hubiera venido a pedirme disculpas, me encontraría en una situación embarazosa: vería a Y con otros ojos, como a una mujer débil que se aferra a mí, algo entre nosotros cambiaría. No consigo aceptar ya otra situación que no sea esta transformación de nosotros mismos en el mensaje de nosotros mismos. ¿Pero y Z? Tampoco Z debe escapar a nuestra suerte, tiene que transformarse también en mensaje de sí mismo, cuidado si yo corro a casa de Y celoso de Z, si Y corre a mi casa arrepentida para huir de Z, mientras que Z no ha soñado siquiera con moverse de su casa... A medio camino en la autovía hay una estación de servicio. Me detengo, corro al bar, compro un puñado de fichas, marco el afijo telefónico de B, el número de Y. Nadie responde. Dejo caer la lluvia de fichas con alegría: es evidente que Y no ha podido dominar su impaciencia, ha subido al coche, ha corrido hacia A. Ahora vuelvo a la autovía al otro lado, corro hacia A yo también. Todos los coches que paso, o todos los coches que me pasan, podrían ser Y. En el carril opuesto todos los coches que avanzan en sentido contrario podrían ser Z, el iluso. O bien: también Y se ha detenido en una estación de servicio, ha telefoneado a mi casa en A, al no encontrarme ha comprendido que yo estaba yendo a B, ha invertido la dirección. Ahora corremos en direcciones opuestas, alejándonos, el coche que paso, que me pasa, es el de Z que a medio camino también ha tratado de telefonear a Y... Todo es aún más incierto pero siento que he alcanzado un estado de tranquilidad interior: mientras podamos controlar nuestros números telefónicos y no haya nadie que responda, seguiremos los tres corriendo hacia adelante y hacia atrás por estas líneas blancas, sin puntos de partida o de llegada inminentes, atestados de sensaciones y significados sobre la univocidad de nuestro recorrido, liberados por fin del espesor molesto de nuestras personas y voces y estados de ánimo, reducidos a señales luminosas, único modo de ser apropiado para quien quiere identificarse con lo que dice sin el zumbido deformante que la presencia nuestra o ajena transmite a lo que decimos. El precio es sin duda alto pero debemos aceptarlo: no podemos distinguirnos de las muchas señales que pasan por esta carretera, cada una con un significado propio que permanece oculto e indescifrable porque fuera de aquí no hay nadie capaz de recibirnos y entendernos.. FIN

Felicidad clandestina

Clarice Lispector Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos". Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban. Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato. Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría. Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro. Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez. Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla. Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos. Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo! Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija: -Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: -Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer. ¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo. Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada. A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante. FIN

La toalla con el gallo rojo

Mijaíl Bulgákov A quien no haya viajado a caballo por perdidos caminos vecinales, no tiene sentido que le cuente nada de esto: de todas formas no lo entendería. Y a quien ha viajado, prefiero no recordarle nada. Seré breve: mi cochero y yo recorrimos las cuarenta verstas que separan la ciudad de Grachovka del hospital de Múrievo exactamente en un día. Incluso con una curiosa exactitud: a las dos de la tarde del 16 de septiembre de 1917 estábamos junto al último almacén que se encuentra en el límite de la magnífica ciudad de Grachovka; a las dos y cinco de la tarde del 17 de septiembre de ese mismo e inolvidable año de 1917, me encontraba de pie sobre la hierba aplastada, moribunda y reblandecida por las lluvias de septiembre, en el patio del hospital de Múrievo. Mi aspecto era el siguiente: las piernas se me habían entumecido hasta tal punto que allí mismo, en el patio, repasaba confusamente en mi pensamiento las páginas de los manuales intentando con torpeza recordar si en realidad existía -o lo había soñado la noche anterior, en la aldea Grabílovka- una enfermedad por la cual se entumecen los músculos de una persona. ¿Cómo se llama esa maldita enfermedad en latín? Cada músculo me producía un dolor insoportable que me recordaba el dolor de muelas. De los dedos de los pies ni siquiera vale la pena hablar: ya no se movían dentro de las botas, yacían apaciblemente, parecidos a muñones de madera. Reconozco que en un ataque de cobardía maldije mentalmente la medicina y la solicitud de ingreso que había presentado, cinco años atrás, al rector de la universidad. Mientras tanto, la lluvia caía como a través de un cedazo. Mi abrigo se había hinchado como una esponja. Con los dedos de la mano derecha trataba inútilmente de coger el asa de la maleta, hasta que desistí y escupí sobre la hierba mojada. Mis dedos no podían sujetar nada y de nuevo yo, saturado de todo tipo de conocimientos obtenidos en interesantes libros de medicina, recordé otra enfermedad: la parálisis. "Parálisis", no sé por qué me dije mentalmente y con desesperación. -Hay que... -dije en voz alta con labios azulados y rígidos-, hay que acostumbrarse a viajar por estos caminos. Al mismo tiempo, por alguna razón miré con enfado al cochero, aunque él en realidad no era el culpable del estado del camino. -Eh... camarada doctor -respondió el cochero, también moviendo a duras penas los labios bajo sus rubios bigotillos-, hace quince años que viajo y todavía no he podido acostumbrarme. Me estremecí, miré melancólicamente la descascarada casa de dos pisos, las paredes de madera rústica de la casita del enfermero, y mi futura residencia, una casa de dos pisos muy limpia, con misteriosas ventanas en forma de ataúd. Suspiré largamente. En ese momento, en lugar de las palabras latinas, atravesó mi mente una dulce frase que, en mi cerebro embrutecido por el traqueteo y el frío, cantaba un grueso tenor de muslos azulados: ...Te saludo... refugio sagrado... Adiós, adiós por mucho tiempo al rojizo-dorado teatro Bolshói, a Moscú, a los escaparates... ay, adiós. "La próxima vez me pondré la pelliza... -pensaba yo con enojo y desesperación, mientras trataba de arrancar la maleta sujetándola por las correas con mis dedos rígidos-, yo... aunque la próxima vez ya será octubre... y entonces ni dos pellizas serán suficiente. Y antes de un mes no iré, no, no iré a Grachovka... Piénsenlo ustedes mismos... ¡fue necesario pernoctar por el camino! Habíamos recorrido veinte verstas y ya nos encontrábamos en una oscuridad sepulcral... la noche... tuvimos que pasar la noche en Grabílovka... el maestro de la escuela nos dio hospedaje... Y hoy por la mañana nos pusimos en camino a las siete... Y el coche viaja... por todos los santos... más lento que un peatón. Una rueda se mete en un hoyo y la otra se levanta en el aire; la maleta te cae en los pies... luego en un costado y más tarde en el otro; luego, te vas de narices y un momento después te golpeas en la nuca. Y la lluvia cae y cae, y no cesa de caer, y los huesos se entumecen. ¡¿Acaso me habría podido imaginar que a mediados de un gris y acre mes de septiembre alguien puede congelarse en el campo como en el más crudo invierno?! Pues resulta que sí. Y en su larga agonía no ve más que lo mismo, siempre lo mismo. A la derecha un campo encorvado y roído, a la izquierda un marchito claro, y junto a él, cinco o seis isbas grises y viejas. Parecería que en ellas no hay ni un alma viviente. Silencio, sólo silencio alrededor..." La maleta cedió por fin. El cochero se acostó con la barriga sobre ella y la arrojó directamente hacia mí. Yo quise sujetarla de la correa pero mi mano se negó a trabajar, y entonces mi hinchada y hastiada compañera -llena de libros y de toda clase de trapos- cayó directamente sobre la hierba, golpeándome fuertemente las piernas. -Oh, Dios... -comenzó a decir el cochero asustado, pero yo no le recriminé: mis piernas no me servían para nada. -¡Eh! ¿Hay alguien ahí? ¡Eh! -gritó el cochero, y agitó los brazos como un gallo que agita las alas-. ¡Eh, he traído al doctor! En ese momento, en las oscuras ventanas de la casa del enfermero aparecieron unos rostros y se pegaron a ellas; se oyó el ruido de una puerta y vi cómo, cojeando por la hierba, se dirigía hacia mí un hombre con un abrigo roto y unas botas pequeñas. El hombre se quitó la gorra respetuosa y apresuradamente, llegó hasta unos dos pasos de donde yo me encontraba, por alguna razón sonrió con recato, y me saludó con voz ronca: -Buenos días, camarada doctor. -¿Quién es usted? -pregunté yo. -Soy Egórich -se presentó el hombre-, el guardián de este lugar. Le hemos estado esperando y esperando... Al instante cogió la maleta, se la echó al hombro y se la llevó. Yo le seguí cojeando, tratando inútilmente de meter la mano en el bolsillo de los pantalones para sacar la cartera. El ser humano necesita en realidad muy poco. Pero ante todo le hace falta el fuego. Al ponerme en camino hacia el lejano Múrievo, cuando aún me encontraba en Moscú, me había dado a mí mismo la palabra de comportarme como una persona respetable. Mi aspecto juvenil me había envenenado la vida en un comienzo. Cuando me presentaba ante alguien, invariablemente debía decir: -Soy el doctor tal. Y todos, ineludiblemente, arqueaban las cejas y preguntaban: -¿De verdad? Hubiera creído que era usted un estudiante todavía. -No, ya he terminado la carrera -respondía con aire hosco, y pensaba: "Lo que necesito es un par de gafas." Pero no tenía para qué usar gafas, ya que mis ojos estaban sanos y su claridad aún no había sido enturbiada por la experiencia de la vida. Al no tener la posibilidad de defenderme de las eternas sonrisas condescendientes y cariñosas con ayuda de unas gafas, traté de desarrollar unos hábitos especiales que inspiraran respeto. Procuraba hablar pausadamente y con autoridad, intentaba controlar los movimientos bruscos, trataba de no correr -como corren los estudiantes de veintitrés años que apenas han terminado la universidad-, sino de caminar. Transcurridos muchos años, ahora comprendo que todo eso se me daba, en realidad, bastante mal. En ese momento había infringido mi tácita norma de conducta. Estaba sentado, hecho un ovillo y en calcetines, y no en el gabinete sino en la cocina, y, como un adorador del fuego, me acercaba con entusiasmo y apasionamiento a los troncos de abedul que ardían en la estufa. A mi izquierda había un cubo puesto al revés; sobre él estaban mis botas y junto a ellas un gallo pelado y con el cuello ensangrentado. Junto al gallo estaban, formando un montoncito, sus plumas de diversos colores. Pero el caso es que, aun en ese estado de entumecimiento, había tenido tiempo de realizar una serie de cosas que exigía la vida misma. A Axinia, una mujer de nariz puntiaguda, esposa de Egórich, la había confirmado en su puesto de cocinera. Y, como consecuencia, a manos de Axinia pereció un gallo. ¡Y debía comérmelo yo! Ya había conocido a todo el personal. El enfermero se llamaba Demián Lukich, las comadronas, Pelagueia Ivánovna y Ana Nikoláievna. También había tenido tiempo de recorrer el hospital y, con la más absoluta claridad, me había convencido de que su instrumental era abundantísimo. Al mismo tiempo, y con la misma claridad, tuve que reconocer (para mi, por supuesto) que el uso de muchos de aquellos instrumentos que brillaban virginalmente me era por completo desconocido. No sólo no los había tenido nunca en mis manos sino que, hablando con franqueza, ni siquiera los había visto. -Hmm... -murmuré con aire de gran importancia-, tienen ustedes un instrumental magnífico. Hmm... -Por supuesto -anotó dulcemente Demián Lukich-, es el resultado de los esfuerzos de su antecesor, Leopold Leopóldovich. Él operaba de la mañana a la noche. Sentí un sudor frío en la frente y miré con tristeza los pequeños armarios que brillaban como espejos. Después recorrimos las salas vacías y me convencí de que en ellas podrían caber con facilidad hasta cuarenta enfermos. -Leopold Leopóldovich tenía a veces hasta cincuenta enfermos internados en el hospital -me consoló Demián Lukich, mientras Ana Nikoláievna, una mujer que tenía una corona de cabellos grises, dijo: -Usted, doctor, tiene un aspecto tan joven, tan joven... En verdad es asombroso. Parece usted un estudiante. "¡Diablos -pensé yo-, como si se hubieran puesto de acuerdo, palabra de honor!" Y murmuré entre dientes, con sequedad: -Hmm... no, yo... es decir yo... sí, tengo un aspecto muy joven... Luego bajamos a la farmacia, y de inmediato vi que en ella no faltaba absolutamente nada. En las dos habitaciones -un tanto oscuras- olía fuertemente a hierbas y en las estanterías se encontraba todo lo que se podía desear. Incluso había medicamentos extranjeros de patente, y quizá no haga falta añadir que jamás había oído hablar de ellos. -Los encargó Leopold Leopóldovich -me informó orgullosamente Pelagueia Ivánovna. "Ese Leopold Leopóldovich era de verdad un genio", pensé, y sentí un enorme respeto hacia el misterioso Leopold, que había abandonado el hospital de Múrievo. El hombre, además del fuego, necesita poder habituarse. Me había comido el gallo hacía mucho tiempo. Egórich había rellenado para mí el jergón de paja y lo había cubierto con sábanas. Una lámpara ardía en el gabinete de mi residencia. Estaba sentado y, como encantado, miraba el tercer logro del legendario Leopold: la estantería estaba llena de libros. Conté rápidamente unos treinta tomos sólo de manuales de cirugía, en ruso y en alemán. ¡Y cuántos tratados de terapia! ¡Maravillosos atlas encuadernados en piel! Se acercaba la noche y yo comenzaba a acostumbrarme. "No tengo la culpa de nada -pensaba de manera insistente y atormentadora-; tengo un diploma con quince sobresalientes. Yo les había advertido en la ciudad que quería venir como segundo médico. Pero no. Ellos sonrieron y dijeron: 'Ya se acostumbrará.' Vaya con el 'ya se acostumbrará'. ¿Y si alguien llega con una hernia? Díganme. ¿Cómo me voy a acostumbrar a ella? Pero, sobre todo, ¿cómo va a sentirse el herniado en mis manos? Se acostumbrará, sí, pero en el otro mundo (en ese momento una sensación de frío me recorrió la columna vertebral)... "¿Y un caso de peritonitis? ¡Ja! ¿Y la difteria que suelen padecer los niños campesinos? Pero... ¿cuándo es necesario practicar una traqueotomía? Tampoco me irá muy bien sin la traqueotomía... ¿Y... y... los partos? ¡Había olvidado los partos! ¡Las posiciones incorrectas! ¿Qué voy a hacer? ¡Ah, qué persona tan irresponsable soy! Nunca debí haber aceptado este distrito. No debí haberlo aceptado. Se hubieran podido conseguir a algún Leopold." En medio de la tristeza y el crepúsculo, me puse a caminar por el gabinete. Cuando llegué a la altura de la lámpara vi cómo, en medio de la ilimitada oscuridad de los campos, aparecía en la ventana mi pálido rostro junto a las lucecitas de la lámpara. "Me parezco al falso Dimitri", pensé de pronto tontamente, y volví a sentarme al escritorio. Durante dos horas de soledad me martiricé, y lo hice hasta tal punto que mis nervios ya no podían soportar los miedos que yo mismo había creado. Entonces comencé a tranquilizarme e incluso a hacer algunos planes. Bien... Dicen que ahora hay pocos pacientes. En las aldeas están agramando el lino, los caminos son impracticables... "Justamente por eso te traerán un caso de hernia -retumbó una voz severa en mi cerebro-, porque alguien que tiene un resfriado (o cualquier enfermedad sencilla) no vendrá por estos caminos, pero a alguien con una hernia lo traerán, ¡puedes estar tranquilo, querido colega!" La observación no era nada tonta, ¿no es verdad? Me estremecí. "Calla -le dije a la voz-, no necesariamente tiene que ser una hernia. ¿Qué neurastenia es ésta? Si ya estás aquí... ¡adelante!" "Si ya estás aquí...", repitió mordazmente la voz. Bien... no me separaré del manual... Si hay que recetar algo, puedo pensarlo mientras me lavo las manos. Tendré el manual siempre abierto dentro del libro en el que llevaré el registro de los pacientes. Daré recetas útiles, pero sencillas. Por ejemplo: 0.5 de salicilato de sodio, tres veces al día... "¡Podrías recetar bicarbonato!", respondió, burlándose abiertamente de mí, mi interlocutor interno. ¿Qué tiene que ver aquí el bicarbonato? También podré recetar ipecacuana, en infusión a 180. Ó a 200. E inmediatamente, aunque en mi soledad junto a la lámpara nadie me pidiera ipecacuana, pasé temeroso las hojas del vademécum, comprobé lo de la ipecacuana y al mismo tiempo leí que existe en el mundo una tal insipina, que no es otra cosa que el "sulfato de quinina"... ¡Pero sin el sabor de la quinina! ¿Cómo recetarlo? ¿Qué es, polvo? ¡Que el diablo se los lleve! "Estoy de acuerdo con la insipina... pero ¿qué ocurrirá con la hernia?", seguía importunándome con tenacidad el miedo en forma de voz. "Meteré al paciente en la bañera -me defendía furiosamente-, lo meteré en la bañera y trataré de ponerla en su lugar." "¡Una hernia estrangulada, ángel mío! ¡De qué te servirá entonces la bañera! Estrangulada -cantaba con voz demoníaca el miedo-. Habrá que operar..." En ese momento me rendí y por poco me echo a llorar. Elevé una plegaria a las tinieblas del exterior: cualquier cosa pero no una hernia estrangulada. Y el cansancio entonaba: "Acuéstate a dormir, desdichado esculapio. Descansa y por la mañana ya se verá qué hacer. Tranquilízate, joven neurasténico. Observa: la oscuridad del exterior está tranquila, los campos congelados duermen, no hay ninguna hernia. Por la mañana se verá. Te acostumbrarás... Duerme... Deja el atlas... De todas formas ahora no entiendes nada. Un anillo de hernia..." Ni siquiera me di cuenta de cómo irrumpió en la habitación. Recuerdo que la barra de la puerta resonó. Axinia gritó algo y fuera se oyó el chirrido de una carreta. El hombre no llevaba gorra y tenía abierto el abrigo, la barba enredada y una expresión de locura en los ojos. Se santiguó, se arrodilló y golpeó el suelo con la frente. En mi honor. "Estoy perdido", pensé tristemente. -¡Qué hace usted, qué hace, pero qué está haciendo! -exclamé, y traté de levantarlo cogiéndolo de la manga gris. Su rostro se contrajo y como respuesta, atragantándose, comenzó a pronunciar atropelladamente palabras entrecortadas: -Señor doctor... señor... es la única, la única... ¡es la única! -gritó de pronto, con una sonoridad juvenil en la voz que hizo vibrar la pantalla de la lámpara-. ¡Ah, Dios!.. ¡Ah!.. -En medio de su tristeza se retorció las manos y nuevamente golpeó los tablones del suelo con la frente, como si quisiera romperlo-. ¿Por qué? ¿Por qué este castigo?... ¿En qué hemos ofendido a Dios? -¿Qué...? ¿Qué ha ocurrido? -grité yo, sintiendo que mi rostro se enfriaba. El hombre se puso de pie, se agitó y murmuró: -Señor doctor... lo que usted quiera... le daré dinero... Pida el dinero que quiera. El que quiera. Le proveeremos de alimentos... Pero que no muera. Que no muera. Aunque esté inválida, no importa. ¡No importa! -gritó hacia el techo-. Tengo suficiente para alimentarla, me basta. El pálido rostro de Axinia se enmarcaba en el cuadrado negro de la puerta. La tristeza envolvía mi corazón. -¿Qué...? ¿Qué ha ocurrido? ¡Hable! -grité dolorosamente. El hombre se calmó y en un susurro, como si fuera un secreto, con ojos insondables me dijo: -Cayó en la agramadera... -En la agramadera... ¿En la agramadera? -pregunté de nuevo-. ¿Qué es eso? -El lino, agramaban el lino..., señor doctor... -me aclaró Axinia en voz muy baja-, la agramadera..., el lino se agrama... "Aquí está el comienzo. Aquí está. ¡Oh, por qué habré venido!", pensé horrorizado. -¿Quién? -Mi hijita -contestó él en un susurro, y luego gritó-: ¡Ayúdela! -De nuevo se arrodilló y sus cabellos cortados en redondo le cayeron sobre los ojos. * * * La lámpara de petróleo, con una torcida pantalla de hojalata, ardía intensamente con sus dos quemadores. La vi en la mesa de operaciones, sobre un hule blanco de fresco olor, y la hernia palideció en mi memoria. Los cabellos rubios, de un tinte algo rojizo, colgaban de la mesa secos y apelotonados. La trenza era gigantesca, y su extremo tocaba el suelo. La falda de percal estaba desgarrada y había en ella sangre de distintos colores: una mancha parda, otra espesa, escarlata. La luz de la lámpara de petróleo me parecía amarilla y viva; su rostro parecía de papel, blanco, con la nariz afilada. En su pálido rostro se apagaba, inmóvil como si fuera de yeso, una belleza poco común. No siempre, no, no es frecuente encontrar un rostro como aquél. En la sala de operaciones, durante unos diez segundos, hubo un silencio total, pero detrás de las puertas cerradas se oía cómo alguien gritaba con voz sorda y golpeaba, golpeaba repetidamente con la cabeza. "Se ha vuelto loco -pensé-, y las enfermeras deben estarle dando alguna medicina... ¿Por qué es tan hermosa? Aunque... también él tiene facciones muy correctas... Se ve que la madre fue hermosa... Es viudo..." -¿Es viudo? -susurré maquinalmente. -Viudo -contestó en voz baja Pelagueia Ivánovna. En ese momento Demián Lukich, con un movimiento brusco y casi rabioso, rompió la falda de abajo hacia arriba dejando descubierta a la muchacha. Lo que vi entonces superó todo lo que esperaba: la pierna izquierda prácticamente no existía. A partir de la rodilla fracturada, la pierna no era más que un amasijo sanguinolento: rojos músculos aplastados y blancos huesos triturados que sobresalían en todas direcciones. La pierna derecha estaba rota entre la rodilla y el pie de tal suerte que los extremos de los huesos habían desgarrado la piel y se asomaban. Como consecuencia la planta del pie yacía inerte, como algo independiente, apoyada sobre un costado. -Sí -dijo en voz muy baja el enfermero, y no añadió nada más. En ese momento salí de mi inmovilidad y tomé el pulso de la muchacha. No lo sentí en su muñeca helada. Sólo después de unos cuantos segundos logré encontrar una onda poco frecuente y apenas perceptible. Pasó... sobrevino una pausa durante la cual tuve tiempo de mirar las azuladas aletas de su nariz y sus labios blancos... Quise decir: es el fin... pero por fortuna me contuve... La onda pasó nuevamente como un hilillo. "Así se apaga una persona despedazada -pensé-, aquí no hay nada que hacer..." Pero de pronto dije con severidad, sin reconocer mi propia voz: -Alcanfor. Ana Nikoláievna se inclinó hacia mi oreja y susurró: -¿Para qué, doctor? No la martirice. ¿Para qué pincharla? Pronto morirá... No podrá salvarla. La miré con rabia y un aire sombrío y dije: -Le he pedido alcanfor... Entonces Ana Nikoláievna, con el rostro enrojecido por la ofensa, se lanzó de inmediato hacia la mesa y rompió una ampolla. El enfermero, por lo visto, tampoco aprobaba el alcanfor. Sin embargo tomó la jeringuilla rápida y hábilmente, y el aceite amarillo penetró bajo la piel del hombro. "Muere. Muere pronto -pensé-, muere. De lo contrario, ¿qué haré contigo?" -Morirá de un momento a otro -susurró el enfermero, como si hubiera adivinado mi pensamiento. Miró de reojo la sábana, pero por lo visto cambió de opinión: le dolía mancharla de sangre. Sin embargo, unos segundos más tarde hubo que cubrir a la muchacha. Yacía como un cadáver, pero no había muerto. De pronto se hizo la claridad en mi cabeza, como si me encontrara bajo el techo de cristal de nuestro lejano anfiteatro de anatomía. -Más alcanfor -dije con voz ronca. Una vez más el enfermero, obedientemente, inyectó el aceite. "¿Será posible que no muera...? -pensé con desesperación-. ¿Tendré acaso que...?" Todo se aclaraba en mi cerebro y de pronto, sin ningún manual, ni consejos, ni ayuda, comprendí -la convicción de que había comprendido era férrea- que, por primera vez en mi vida, tendría que realizar una amputación a una persona moribunda. Y esa persona moriría durante la operación. ¡Sin duda moriría durante la operación! ¡Casi no le quedaba sangre! A lo largo de diez verstas la había perdido toda por las piernas destrozadas. Yo no sabía siquiera si ella sentía algo en ese momento, si nos oía. Ella callaba. Ah, ¿por qué no moría? ¿Qué me diría su padre enloquecido? -Prepare todo para una amputación -dije al enfermero con voz ajena. La comadrona me lanzó una mirada salvaje, pero en los ojos del enfermero apareció una chispa de simpatía; éste comenzó a ocuparse del instrumental. El reverbero rugió entre sus manos... Pasó un cuarto de hora. Yo, con terror supersticioso, levantaba un párpado de la muchacha y observaba su ojo apagado. No comprendía nada... ¿Cómo puede vivir un semicadáver? Las gotas de sudor corrían irrefrenables por mi frente, bajo el gorro blanco; Pelagueia Ivánovna me secaba con gasa el sudor salado. En la poca sangre que aún quedaba en las venas de la muchacha, ahora nadaba también la cafeína. ¿Habría que inyectarla otra vez o no? Ana Nikoláievna acariciaba suavemente los montículos que se habían formado en las caderas de la muchacha como consecuencia del suero fisiológico. Seguía con vida. Tomé el bisturí tratando de imitar (una vez en mi vida, en la universidad, había visto una amputación) a alguien... Ahora le rogaba al destino que la joven no muriera en los siguientes treinta minutos... "Que muera en la sala, cuando yo haya terminado la operación..." En mi favor trabajaba sólo mi sentido común, aguijoneado por lo inusitado de la situación. Hábilmente, de forma circular, como un carnicero experto, corté con un afilado bisturí la cadera; la piel se separó sin que saliera una sola gota de sangre. "Si las arterias comienzan a sangrar, ¿qué voy a hacer?", pensé, y como un lobo miré de reojo la montaña de pinzas de torsión. Corté un enorme pedazo de carne femenina y una de las arterias -con forma de tubito blancuzco-, pero de ella no salió ni una gota de sangre. La cerré con una pinza y continué. Coloqué esas pinzas de torsión en todos los lugares donde suponía que debía haber arterias... "Arteria... arteria... Diablos, ¿cómo se llama?..." La sala de operaciones parecía un hospital. Las pinzas de torsión colgaban en racimos. Con ayuda de la gasa las levantaron, y yo comencé, con una sierra de dientes pequeños, a aserrar el redondo hueso. "¿Por qué no muere?... Es sorprendente... ¡Oh, cuánta vitalidad tiene el ser humano!" El hueso se desprendió. En las manos de Demián Lukich quedó lo que había sido una pierna de muchacha. ¡Jirones, carne, huesos! Pusimos todo eso a un lado. Sobre la mesa de operaciones yacía una muchacha que parecía haber sido recortada en un tercio, con un muñón extendido hacia un lado. "Un poco, un poco más... No mueras ahora -pensaba yo con ardor-, espera hasta llegar a la habitación, permíteme salir con éxito de este terrible suceso de mi vida." Luego la cosimos con puntadas grandes; luego, haciendo chasquear las pinzas, comencé a coser la piel con puntadas pequeñas... pero me detuve iluminado, comprendí... había que dejar un pequeño agujero para que la herida drenara... Coloqué un tapón de gasa... El sudor me cubría los ojos y tenía la impresión de encontrarme en un baño de vapor... Suspiré. Miré pesadamente el muñón y aquel rostro del color de la cera. Pregunté: -¿Está viva? -Está viva... -respondieron al unísono, como un eco sin sonido, Ana Nikoláievna y el enfermero. -Vivirá unos segundos más -me dijo al oído el enfermero, sin voz, hablando únicamente con los labios. Luego titubeó y me aconsejó con delicadeza-: Quizá no deberíamos tocar la otra pierna, doctor. Podríamos envolvérsela con gasa... de lo contrario no llegará a la habitación... ¿Eh? Es mejor que no muera en la sala de operaciones. -Deme yeso -respondí con voz ronca, empujado por una fuerza desconocida. El suelo estaba lleno de manchas blancas, todos estábamos cubiertos de sudor. El semicadáver yacía inmóvil. La pierna derecha estaba enyesada y en el lugar de la fractura brillaba la ventanilla que yo había dejado en un momento de inspiración. -Vive... -dijo asombrado y con voz ronca el enfermero. Luego comenzamos a levantarla y bajo la sábana se veía una gigantesca hendidura: habíamos dejado una tercera parte de su cuerpo en la sala de operaciones. Se agitaron unas sombras en el corredor, las enfermeras iban y venían; vi cómo, pegada a la pared, se movía subrepticiamente una desarreglada figura masculina y lanzaba un gemido. Pero se lo llevaron de allí. Todo quedó en silencio. En la sala de operaciones me lavé las manos, ensangrentadas hasta el codo. -Usted, doctor, ¿ha hecho muchas amputaciones? -preguntó de pronto Ana Nikoláievna-. Muy, muy bien... Tan bien como Leopold... En sus labios, la palabra Leopold invariablemente sonaba como doyen. Miré los rostros de reojo. En todos -también en el de Demián Lukich y en el Pelagueia Ivánovna- noté respeto y asombro. -Hmm... yo... Lo he hecho sólo dos veces... ¿Por qué mentí? Ahora no lo entiendo. El hospital quedó en silencio. Absoluto. -Cuando muera, envíen a alguien a buscarme -ordené a media voz al enfermero; y éste, por alguna razón, en lugar de "está bien" contestó respetuosamente: -A sus órdenes... Unos minutos más tarde me encontraba junto a la lámpara verde en el gabinete del apartamento del médico. La casa estaba en silencio. Un rostro pálido se reflejaba en un cristal profundamente negro. "No, no me parezco al falso Dimitri; yo... en cierta forma he envejecido... Tengo una arruga en el entrecejo... No tardarán en llamar... Me dirán: 'Ha muerto...'" "Sí, iré y la veré por última vez... Dentro de poco llamarán..." * * * Llamaron a la puerta. Pero fue dos meses y medio más tarde. A través de la ventana brillaba uno de los primeros días de invierno. Entró él y sólo en ese momento pude observarle con detenimiento. Sí, sus facciones eran en verdad correctas. Tenía unos cuarenta y cinco años. Sus ojos brillaban. Luego un rumor... Saltando con ayuda de dos muletas, entró una muchacha de encantadora belleza; tenía una sola pierna y llevaba una falda muy amplia, con un borde rojo cosido en la parte inferior. La muchacha me miró y sus mejillas se cubrieron de un tinte rojizo. -En Moscú... en Moscú... -me puse a escribir una dirección-. Allí en Moscú le harán una prótesis, una pierna artificial. -Bésale la mano -dijo inesperadamente el padre. Yo me sentí hasta tal punto confundido que en lugar de los labios le besé la nariz. Entonces ella, apoyada en las muletas, desenrolló un paquetito de donde salió una larga toalla, blanca como la nieve, con un sencillo gallo rojo bordado. ¡Así que eso era lo que escondía bajo la almohada cada vez que la visitaba! Recordé que había visto hilos sobre su mesita. -No lo aceptaré -dije severamente, e incluso moví la cabeza. Pero su rostro y sus ojos adoptaron tal expresión que la acepté. Durante muchos años esa toalla estuvo colgada en mi dormitorio en Múrievo; luego viajó conmigo. Finalmente envejeció, se borró, se llenó de agujeros y, por fin, desapareció, como se borran y desaparecen los recuerdos. FIN

jueves, 9 de enero de 2020

volcanes en la piel

"Se desgaja la tarde/ como una naranja madura/ y yo vuelvo a tus perfumes/ tus azahares/ a ese aire de recuerdos/ que me embriaga./ Y en las brumas,/ suelto tu nombre entre las hojas/ algo así como encender volcanes en mi piel"/ (Camaca).

TRECE AÑOS

"Es un suspiro apenas/ la esencia de un gusto en la boca/ el deseo tantas veces postergado/ de arrancarte un beso./ Es un suspiro apenas/ un batir de labios/ y estampar definitivamente el amor/ desde hace trece años...."/ (Camaca)

rebotar como pelota

"Rebotar como pelota/ como tonta bolilla/ de un juego de azar./ Rebotar en la vida/ en los sueños/ de amor en amor/ picando cansado/ sin ton ni son./ Distraido/ te vi en aquel junio/ del para siempre/ cuando las puertas de tu corazón se abrieron/ y yo te invité a compartir la era del fuego..."/(Camaca)

flamencos

flamencos
ustedes se la pasan haciendo piquitos

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