Los fantasmas suelen ser crueles y cuando se instalan dentro de uno son difíciles de desalojar. Eso pensó Arsenio Peyrot que cargaba con una pesada cruz, a lo largo de veinte años. Por las noches se despertaba sudoroso, en un temblor y trayendo al presente los horrores de aquel enero del 35.
Corría el año 1955 cuando Peyrot tuvo la imperiosa necesidad de escribir sus memorias, como una manera, quizá, de aliviar sus males.
Pero, no fue hasta 1985, cuando Hermes Roldán Peyrot, nieto de Arsenio, descubrió entre las cosas que le entregaron de su nono, aquellos manuscritos amarillentos y en algunas partes comidos por las polillas, que estaban encarpetados y envueltos en un papel de almacén descolorido por el tiempo y rotos en algunos pliegues.
Los escritos del abuelo, luego de ser leídos y releídos, fueron colocados en la Biblioteca de Hermes, y desde entonces, han servido de consulta de las nuevas generaciones de la familia.
Hermes agregó con su puño y letra algunos datos que su abuela Celmira le había aportado. Como ser que Arsenio nació en un rancho cerca de Dolores en 1905. Su madre era una mujer de la zona, de familia colorada. Su padre fue un ex guerrillero de Saravia que después del desastre de Masoller anduvo rodando de pago en pago sin hallar un sitio fijo, ni un motivo para vivir. Así llegó a esta zona, así conoció a la madre de Arsenio, con quien se unió y tuvieron al niño.
ENERO DE 1935
Era una noche cerrada, el río San Salvador estaba como dormido. Arsenio parado junto a su caballo miraba las mansas aguas mientras repasaba su vida y un cosquilleo extraño le recorría el cuerpo. Sumido en sus pensamiento no oía el cri-cri de los grillos ni el jolgorio de los renacuajos. ?.
“Apuráte Arsenio que nos vamos”, había dicho Antonio, y el hombre fue a despedirse de su amigo y confesor de tantas veces, el río San Salvador.
La decisión estaba tomada y no era hombre de retroceder, por eso ese aire cálido que emergió del río fue como el abrazo del amigo que lo comprendía y que le daba fuerzas para seguir adelante.
El cigarrillo se consumió en sus labios, montó y su oscura silueta, casi fantasmal, cruzó el poblado. Era muy entrada la noche, la población dormía, sólo se oían los cascos de su caballo y los ladridos de perros.
Torció rumbo al puente grande, aunque sabía que muchos iban por el otro lado, en auto incluso. Llevaba bien afilado su facón, un revolver atravesado al cinto, cargado con los seis tiros y con municiones en los bolsillos y en la maleta de cuero.
Media legua más adelante se encontró con otras siluetas, que apenas se recortaban en la noche, figuras fantasmagóricas que lo acompañarían por el resto de su vida. Algunos de los jinetes portaban carabinas, otros escopetas, revólveres que no sabían si funcionaban, otros con largos facones y ponchos arrollados como escudos.
-¿Nos esperan en Cardona?.- Preguntó uno, al tanto que se oía
- ¡En Carmelo hay un gran movimiento!.
- ¿no, es en Rosario?.
- Nuestra avanzada va por el oeste, ¿van a levantar gente por ese lado?..
Alguien con voz esperanzada, exclamó-. “En cualquier momento cruza Basilio Muñoz, allá en el norte, en Rivera, y se da vuelta esta tortilla…”.
La marcha se hizo lenta, hubo que esconderse un par de veces porque los guardiaciviles patrullaban. Arsenio nunca supo cuantos eran en la marcha, pero, si notó una voluntad de hierro, una decisión y un convencimiento en el grupo que le dio un poco de vergüenza el pensar si sería útil a la causa, él, que nunca había tomado un arma ni había participado de ninguna pelea.
Los acontecimientos se fueron sucediendo y el nombre de Gabriel Terra cada vez más odiado, era blanco de maldiciones.
No sabía mucho de Artigas, pero, por esos días, lo oyó mencionar, escuchando que los criollos no eran gobernables por el látigo. La marcha y los campamentos, habían unidos a blancos, colorados, a anarquistas y a criollos, como él, que querían un país distinto para vivir.
Cuando estuvieron en Colonia, cerca del Arroyo Colla reconoció a varios doloreños, con los cuales, si bien no había cultivado amistad con ellos, los conocía de haberlos visto tantas veces en el poblado.
Arsenio confesaba en sus escritos que los rostros de aquellos hombres brillaban con una luz muy particular y que muchas veces en las noches irrumpían en sus sueños, lo visitaban y le devolvían cascadas de imágenes de aquel 28 de enero de 1935.
La tarde tuvo un tono gris, luctuoso, con olor de pólvora. La orden marchar había sido a la mañana, varias veces se paró, se dudó de algunos curiosos que miraban de lejos y se iban monte adentro, pero, la avanzada, informaba que se podía seguir. Cuando doblaron la cuesta hacia el Paso Morlán, con el sureste a su frente, la tierra se estremeció, las balas empezaron a salir de fusiles y ametralladoras de los hombres del gobierno. Había que responder, cruzar fuego en pleno atardecer. Supo que en una balacera de ese tipo, algunas dan en el blanco, vio caer a pocos metros a un hombre de bigotes, alto, le pareció que era de Dolores, pero, como corrió a parapetarse tras unos arbustos, porque las balas picaban cerca ya no volvió la vista. Siguió avanzando y en el lugar eran muchas voces las que gritaban, la cosa era desigual porque las armas de la rebelión no andaban, se trababan, las balas no salían y se comenzaba a oír gritos de dolor de gente herida. Hubo dos caídos más, las
balas seguían golpeando duro en la carne de los revolucionarios. Y allí, en medio de la pelea estaba Paco Espinola, el gran escritor uruguayo, con un arma que se trababa, se movía de un lado a otro, quería tirar, apuntaba, y el tiro no salía. La incertidumbre crecía, hasta que la noche llegó y a la madrugada hubo movimiento y desbande.
Arsenio tuvo la visión de su padre, aquel guerrillero de Saravia que en Masoller, a lomo de caballo, salió del entrevero cuando ya estaba todo perdido y no se podía sostener la lucha. Fue como si su padre estuviera allí, lo guiara por un lugar seguro, porque no lo pudieron atrapar jamás, otros compañeros no corrieron con la misma suerte y tienen historias más tristes para contar...
- CARLOS MARÍA CATTANI -
-CAMACA -
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