LA MAS ROSA ORIENTAL
Hay un rastro surrealista sobre la otrora república cisplatina que no sólo reposa como en México sobre una geografía adecuada, Uruguay culebrea sobre objetos comunes, con la ropa que alguien no se sacó para dormir y con los zapatos lustrados que describe Felisberto Hernández en Por los Tiempos de Clemente Colling, con los hongos blancos, grises o morados que Marosa no se atreve a devorar por ser una levísima carne pariente (Historial de las violetas, 1965), con otros hongos, los de la cara zonza y bonita que parecen campanas, parecen sombreros, parecen sexos (La guerra de los huertos, 1971) y con la tía materna que se vuelve paloma para cuidar su nido.
Los papeles salvajes despliegan el rizoma deleuzeano, la prosa poética de Marosa no persigue líneas de subordinación jerárquica, el injerto es raíz cuando la mariposa y la serpiente llegan juntas.
El mito Marosa espumó en Buenos Aires a fines de los años ochenta, su libro Clavel y tenebrario (1979), que según cuentan debe su nombre a una antigua ceremonia florentina que consistía en latigar con claves el piano para oír el lenguaje secreto de los muertos, comenzó a circular como una espada de coral en fotocopias que se pasaban de mano en mano, de boca a boca, entre los poetas y personajes de aquella época. Años después, cuando en el Centro Cultural Ricardo Rojas recitaba descalza sobre mares de pétalos, los argentinos comenzaron a descubrir esa Casandra Joplinesca susurrando en matices nunca oídos, una tras otra las palabras que ahora aparecen al fin reunidas en la edición de Adriana Hidalgo. Ella sobria y tan seria salpicaba con su propia agua bendita, esa misma que años antes habían bebido el trío de mujeres descontroladas: Batato Barea, Alejandro Urdarpilleta y Humberto Tortonese. Marosa recibía aplausos y flores, agradecía ceremonias, homenajes y recibía el comodín del juego pero aunque estaba híper presente porque era su propio fetiche, no dejaba de mirar la puerta, siempre quería huir. Como en aquella noche en el chiringo uruguayo del este, en la que se negó a pisar la arena: “La arena es la sangre de la luna”, aulló y tuvieron que llevarla en andas hasta el galpón donde la esperaban para oírla recitar.
La obra de Marosa es una saga incomparable, inconfundible. “Su estilo es muy peculiar, se lo reconoce a la lectura de una línea cualquiera; y no se parece a nadie”, afirma César Aira en el Diccionario de autores latinoamericanos; agrega Aira: “Oscila entre el cuento de hadas y la alucinación, y lo preside una imperturbable cortesía que no excluye la ironía o la crueldad”.
Su amigo e introductor en la Argentina, Fernando Noy, la describe como la voz de una mandrágora que “grita el silencio”. Ambos se leyeron cuando fueron publicados juntos en un número de la revista Mantrana 7000, dirigida por la poeta y la traductora de George Trakl, Beatriz Eichel. Noy recuerda haberla ido a ver poco tiempo después al bar hogar de la poeta, el Sorocabana de Montevideo. Marosa tomaba perdidamente café, pero siempre en el bar, nunca en su casa. Con polera ajustada, anteojos extravagantes y pelos rojos izados leía durante horas en su mesa cautiva de mármol redonda, lejos de la ventana.
Poeta puesta en el mundo, no sólo en los papeles, no sólo en la literatura, epifánica entre su cortejo, se consideraba una druidesa emparentada con la corte de los Medici.
Cuentan que un tiempo después de la muerte de Marosa, algunos de sus personajes se dejaron ver y hasta hicieron llamadas telefónicas. Resulta imprescindible entonces acompañar la lectura de sus obras con un desprecio ancestral por los raros devenires de la literatura sin olvidar que La hija del diablo se casa con un novio muy chiquitito, tanto, como un simple espejo de cartera.
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