martes, 4 de noviembre de 2008

James Joyce: Un gato que odiaba el cerdo


[...] Quizá porque había nacido en un ambiente más que pobre, casi indigente, James Joyce se convirtió después, con el paso de los años, en un moderado sibarita. Era el mayor de diez hermanos... y en su casa, la comida que se ponía todos los días en la mesa consistía en simples mendrugos. En esos años difíciles -fines del siglo XIX- ser pobre en Dublín era como tocar el fondo del infierno. Ningún chico soñaba allí con pasteles de crema o bizcochos de canela, como sí lo hicieron los infantes de la corte florentina, según sabemos por Petrarca. Los de Irlanda pensaban, más bien, en pan blanco y en sopas de arvejas partidas. El lenguado no lo conocían y se alegraban cada vez que en sus tristes guisos de papas y cebollas descubrían el milagro de un trozo de hueso de conejo con algo de carne pegada. Si los irlandeses fueron después gente alegre y cantora no fue por la comida sino por la cerveza y por el aguardiente de malta.
Quienes lo conocieron, cuentan que Joyce era un individuo ingenioso y de buen talante. A pesar de su natural delgadez comía como un obispo. Y su esposa -Nora Barnacle, una ex camarera de hotel con quien huyó de Dublín en 1904- debía hacer juegos malabares con el dinero para ponerle todos los días unos platos dignos de us mucho apetito. Como todo irlandés, era un excelente catador de borgoñas y oportos. En 1907 contrajo una enfermedad en la vista que lo obligó a someterse a varias operaciones y que lo dejó ciego en muchos momentos. El escritor inglés Ford Madox Ford, redactor en jefe de la revista
Transatlantic Review, que publicó algunos de los cuentos de Joyce y que llegó a ser su amigo, cuenta que una vez, unos días antes de entrar al quirófano, le recomendó que mejor se olvidara del valpolicella con el que se regalaba mientras escribía. "No te inquietes -le contestó-, tú sabes que yo no bebo nada entre vaso y vaso."
El hábito de la buena mesa se le contagió en Trieste, donde vivió muchos años y donde nacieron sus dos hijos. Allí se mantenía dando lecciones de inglés y con el dinero que le mandaban sus buenos amigos, que admiraban su increíble talento. Uno de ellos era Harrie Shaw Weaver, directora de la revista
The Egoist, que publicó en 1916, su primera novela: Retrato del artista adolescente. Diez años estuvo Joyce en Trieste gozando de los frutos del Adriático y de los vinos de la Dalmacia. Dicen que en ese tiempo trató de saciar el hambre de todos sus ancestros... pero no lo consiguió... por más que yantó de todo y en cualquier momento. De todas formas, el intento valió la pena. Sobre todo porque de esos años data el libro de recetas de Nora, muchos de cuyos fragmentos se han conservado.

Lomo de ternera a la Joyce
Para vengarse de tanta mantequilla irlandesa, Nora, la esposa de James Joyce, doraba en aceite de oliva un kilo de lomo. Una vez que estaba sellado por todos lados, lo retiraba y en ese mismo aceite echaba una cebolla picada, dos tomates cortados en trozos y una hoja de laurel. Cocinaba esa salsa durante diez minutos y luego la colaba. Ponía el líquido con la carne en la cacerola, a la que agregaba un vaso de vino tinto y una taza de nueces molidas. Cinco minutos antes de retirar del fuego, bañaba la carne con una copa de whisky irlandés de pura malta. Acompañaba el lomo con chauchas guisadas con hongos secos y cebollas. Durante los diez primeros años que vivieron en Trieste, éste fue el plato de lujo de los Joyce, el que servían cuando alguien estaba invitado a comer. Según Stephen Menell, en su libro
All manners of food, es una variante de una vieja receta irlandesa, que usa crema de leche en lugar de tomate y cerveza en reemplazo del vino. Preferimos la versión de James Joyce.

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ustedes se la pasan haciendo piquitos

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