José Watanabe: el río inexorable de la poesía
Gerson Ramírez Ávila
El 25 de abril del 2007 falleció en Lima José Watanabe. En su homenaje, se organizaron en diferentes ciudades del Perú recitales y conversatorios como una muestra de adhesión a un hombre y a una obra que ya reconocían trascendente. Y en Laredo, su tierra natal, los estudiantes de la Asociación Universitaria y algunos amigos del poeta también se aunaron a este póstumo homenaje. Y hoy, a cuatro años de su partida, hurgando entre sus principales libros, descubrimos que el río es uno de los medios naturales al que recurre constantemente para construir a partir de allí la trascendencia de la vida provinciana en la construcción de su obra poética.
Primera confesión
En el “Poema trágico con dudosos logros cómicos”, de su libro primigenio, Álbum de familia, el entonces joven poeta, como en una sutil conversación amical, declara: “Mi familia no tiene médico / ni sacerdotes ni visitas / y todos se tienden en la playa / saludables bajo el sol del verano”.
En estos versos iniciales, Watanabe, con expresión austera, refiere la vida sencilla y apacible en la que creció, como miembro de un núcleo familiar de heterogéneas raíces. Su padre, un inmigrante japonés, bracero de la ex Hacienda Laredo, pero culto, de quien oyó los primeros haikús, y su madre, oriunda de la sierra de La Libertad, que transmitió las creencias y prácticas culturales propias de nuestra serranía.
Los primeros años del poeta están así más cerca del mundo rural costeño y el poder curativo de las plantas. “Algunas hierbas nos curan los males del estómago”, escribió en el poema que aludimos. El llantén, la cerraja, la cola de caballo, aún crecen muy cerca de la ribera del río Moche, en el valle Santa Catalina, y constituyen una forma tradicional de sanación.
Así pues, Watanabe confiesa pertenecer al “corazón de modestas tribus”, la de los relojeros, la de los taxistas, y “la más triste de los empleados públicos”. Pero esta no es una confesión melancólica, sino apenas una puerta pequeñísima de la memoria, donde se detiene un instante para atisbar el transcurrir apacible de la vida en la provincia. Y de la mano de Manrique escribe: “Pero hoy estamos aquí escuchando el murmullo / de la mar que es el morir”. Y frente a ese mar insondable, hospicio de la incertidumbre, el poeta reconoce, ahora sí, el murmullo del río: “Por cuya ribera anduvimos matando sapos sin misericordia, / reventándolos con un palo sobre las piedras del río tan metafórico que da risa”.
Del río que será en adelante el apacible escenario de sus más sorprendentes imágenes sobre el hombre y la vida.
Las voces del río
28 años después de la publicación de Álbum de familia, apareció en 1999 Cosas del cuerpo, obra esencial en el proceso creativo de Watanabe, donde se reafirma el estilo conversacional y reflexivo, de un agudo observador de la naturaleza. En el poema “Los ríos”, escribe: “Mi hermana viene por el pasillo del hospital / con sus zapatos resonantes, viejos, peruanos. / De pronto / alguien hace funcionar el inodoro, y es el Vichanzao (4) / terroso (5) / corriendo entre las piedras”.
Habrá que recordar aquí la época en que el poeta estuvo en Alemania superando una peligrosa enfermedad, porque es en ese contexto donde otra vez el río (o los ríos) lo acerca al entorno de la infancia. El ruido que hace el chorro de agua del inodoro al correr —un acto aparentemente banal— lo trae desde Europa al “suave pueblo de su memoria”, donde incluso puede correr descalzo entre los cuarteles de caña y la zafra o bañarse en Vichanzao, esa antiquísima acequia de regadío que en los días de la creciente del río también se desborda, arrastrando troncos, abrojos y frutos, circunstancia que no impide que los niños, plenos de vitalidad, se bañen en sus aguas.
Esto nos ayuda a comprender la medida en que el río, como medio natural de convivencia del hombre de la costa, pertenece al mundo afectivo del poeta, y ese ruido del inodoro es suficiente para que en su convalecencia, su élan poético mire al pasado.
Pero eso no es todo. Más adelante, en otros versos del mismo poema, ya sentado sobre las aguas del recuerdo, está alerta a todo lo que venga de allá, de Laredo, ciertamente: “Y mi graciosa hermana abre el caño / y lava el plato, / y esta vez es el Moche, cristalino (16) / y benéfico (17) / entrando por las heridas de mis costados / abiertos como dos branquias”.
Entre los versos 4, 5, 16 y 17, se presenta una suerte de antítesis entre su visión del río: el Vichanzao —terroso— y el Moche —cristalino y benéfico.
Si en los versos 4 y 5 Watanabe, con la visión del Vichanzao, recupera los espacios poéticos referidos al pueblo natal, la presencia del Moche, “cristalino” y “benéfico” (versos 16 y 17), adquiere la grata condición de panacea, purificador del cuerpo y del alma, acercándose así a la niñez, donde aún no se asume la muerte como una cercana posibilidad.
Otro acercamiento relacionado con el río como elemento recurrente es el que ostenta en el poema “El niño del río”, del mismo libro. Allí escribe: “Él iba / de una ribera a otra / apremiado por nada. Sólo por su arte / de correr sobre las piedras”.
Watanabe observa aquí el sereno discurrir de la vida. El río del poeta no es caudaloso, destructivo, sino calmo y apacible, como la vida provinciana, y el niño lo recorre con pericia, con arte.
El poeta continúa observando al niño del río que “impulsaba el cuerpo a la aventura, sin saber en qué piedra iba a posar el pie”, pero... “siempre caía en la segura”.
Este último verso supone una revelación: el azar o divinas voluntades hacen que el niño ignore o desdeñe el fracaso. Él representa, así, al hombre en un medio agreste que puede resultar hostil o incluso indomable para los forasteros, pero ameno y gratificante para el que vive a diario con él, en una suerte de espacio lúdico de convivencia fraterna. Porque el río es vida y tiene voces: es hosco y violento en los días de creciente, pero manso y sumiso en el invierno. Es la afirmación del hombre frente a la incertidumbre del diario vivir.
Más allá del río
En La piedra alada (2005) encontramos el poema “El vado”, que confirma la notoria influencia del río en el universo poético de Watanabe. En los versos iniciales leemos: “Si vas por la playa donde se vadea el río / verás, / plantadas en el limo, largas varas de eucalipto. Están allí / para los caminantes que van a la otra ribera. / Una será tu cayado: / con ella tantearás, sin riesgo, / un camino / entre las aguas turbias / y las piedras de resbaloso musgo”.
Watanabe nos conduce por el sendero del río. Es el labriego, el bracero, el guía, el conocedor del monte ribereño, que tiene el encargo de descubrirnos las tierras por nosotros ignoradas. “Una será tu cayado”, nos dice, refiriéndose a las varas de eucalipto, como si para tal ofrecimiento él hubiera sido destinado. Porque sabe que no siempre el río-vida es apacible, sino turbulento y tantas veces traicionero. Pero también, el guía nos advierte que no somos los únicos caminantes, por eso: “Cuida de dejar hundida la vara / con gratitud / en la otra orilla: otro viene. / Acaso mi padre... / acaso yo / que regreso, retrasado y viejo, / mirando ansioso mi pueblo...”.
El poeta se convierte en el agudo observador de la naturaleza y el encargado de develar la verdadera intimidad entre ella y el hombre para que la vida continúe por su cauce sin desbordarse.
Todos vadean el río-vida: los labriegos, nosotros, su padre, él mismo. Pero en los tres últimos versos de este poema se percibe claramente cierta nostalgia de quien ha trajinado ya muchos senderos, ha sentido tempranamente la cercanía de la muerte y ahora añora el primigenio hogar. Por eso en el último verso nos hace una última advertencia: “Deja el cayado clavado en el limo”.
Y esta advertencia es también una esperanza.
Epílogo
Pese a que Laredo ya no es hoy el pueblo que conoció Watanabe, muchos de los ambientes donde transcurrió su niñez aún perviven: ir al río y encontrar las varas de eucalipto; subir a los barrancos de Conache y corretear lagartijas; tener sed y beber del ojo de agua; tener hambre y sentarse al pie de los cañaverales; o estar en el pueblo, y oír todavía la vieja campana de la escuela rural José Ignacio Chopitea, donde estudió.
Pero el río, la gran metáfora de la existencia que fue para Heraud, constituye en Watanabe uno de los espacios privilegiados, desde el cual ha revelado la vida provinciana que le tocó vivir, con su elegante, sutil e irónica nostalgia.
Parece que en Laredo la vida todavía lo estuviera esperando.
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