«El abrazo del Monzón»
Iniciándose el histórico año de 1825, cercano al mes de abril y al cruce, río de los pájaros mediante, al punto de la «graseada», tiene lugar uno de los últimos intentos de tentar a Rivera para incorporarlo a la rebelión que hiciera que este pedacito de territorio dejara de ser brasileño y pasara a ser... independientemente argentino. Es Gregorio Lecocq el que lo apura: «...No pierda V. tiempo, el momento mismo del recibo de ésta es el más á propósito. Sorprenda V. una noche á los portugueses, enarbole V. el pabellón de la patria y mande V. en el mismo instante á todos los puntos y pueblos de la campaña comisiones que insurreccionen el país. Dirijase después al Uruguay y encontrará cuantos auxilios necesite, pues hace tiempo que está todo listo...». Para ello hacía ya bastante tiempo que venían conspirando masones agrupados en la «Sociedad de los Caballeros Orientales». Rivera, que no había demostrado disconformidad alguna con el estado cisplatino, no tenía porqué profesar simpatía por los nuevos vientos liberadores por más que empezaran a soplar con cierta importancia. Estaba en su derecho, pero llama la atención la falta de discreción: «El caudillo ladino que es Rivera, desatiende la ocasión. Se impone del llamado y, sin pestañar, lo divulga» (Salterain y Herrera, ya citado).
Ya en marcha -sin embargo- la movida de los Treinta y Tres Orientales, los dos «compadres» Lavalleja y Rivera se rencuentran de pura casualidad y se pegan el tal abrazo en el Monzón, ungidos de un espíritu hondamente artiguista, sin la presencia de Don José Gervasio que al parecer estaba tramitando la jubilación desde Paraguay. En menos de cuatro meses, un 25 de agosto, triunfa la causa patriótica y la Independencia a la vez. De ahí en más los antiguos Francis Fukuyamas impusieron el «fin de la historia»... Oficial.
Juan Antonio Lavalleja le manda una misiva al General Carlos M. Alvear el 18 de junio de 1826 -que suele ignorar esa clase de historia- a los efectos de tranquilizarlo con respecto a sus verdaderas intenciones: las fuerzas orientales «no serán destinadas a renovar la funesta época del Caudillo Artigas. (...) El que suscribe no puede menos que tomar en agravio personal un parangón (con Artigas) que le degrada...». Y pensar que, Don José Gervasio Artigas juntó hasta el último patacón, que el chasque Francisco de los Santos quemando miles de peligrosos kilómetros en hazaña sin igual, le llevara entre otros, al propio Juan Antonio Lavalleja para hacerle más leve la prisión en «el Janeiro».
Perfectamente a tono con el tipo de historia oficial aludida, don Frutos mencionaría todavía, el «día que nos dimos la mano en la barra del Monzón...», con Lavalleja, pasado un año de registrado el episodio en carta que despachó a Gregorio Espinosa en setiembre de 1826.
Muchos fueron los testigos «oculares» de lo que sucedió en realidad. En su diario, el ayudante José Brito del Pino -que no sólo servía a las órdenes de Rivera, sino que además no podía esconderle su simpatía: «...mi querido Gral. Rivera...»; demostrando lo contrario con respecto a Lavalleja- testimonió: «...tomado prisionero (Rivera) por el General Lavalleja en Abril de 1825, se resistió a tomar parte en la guerra que se empezaba contra las fuerzas imperiales y sólo en la alternativa que se le puso de servir ó morir, se prestó á lo primero». Lucas Moreno agrega en sus Memorias que Rivera «siguió hasta encontrar la cabeza de la columna de Lavalleja, donde fue preso y desarmado, costándole esfuerzos al mismo Lavalleja el contener a sus compañeros que pretendían matarlo. (...) Rivera, prisionero e incomunicado, era destinado a ser fusilado...». Otro actor de «la cruzada», Carlos Anaya, asienta que Rivera «Rodeado por ellos fue hecho prisionero, pero protestando (gritando) que era un verdadero patriota y que aceptaba de buena fe la causa de los libres».
Francisco A. Berra -un historiador avezado, lamentablemente cultor de la leyenda negra de Artigas- dice que Rivera se encontró cercado por «verdaderos enemigos» y que no le preocupaba tanto Lavalleja «cuya clemencia le parecía fácil alcanzar, sino Oribe, que ya se había hecho conocer por la severidad de sus resoluciones y por su voluntad indomable...».
Bastaba, y así seguiría la cosa durante interminables años por venir, que Oribe tomara una posición, para que Rivera se ubicara en la contraria. Aquellos lodos -la oficialidad que le quitó el mando a Rivera en el 17, asimismo que éste bajo las órdenes de los brasileros perdiera su primer batalla contra Oribe, bajo el ala de los portugueses, en el arroyo Casavalle en el año 23- trajeron estas tempestades.
Superado el escozor que le produjo la captura y tras esta tranquilidad otorgada por Lavalleja -según el testimonio del coronel Leonardo Olivera, Ayudante de Campo de Rivera, recogido por Brito del Pino-, el apresado estaba dispuesto a colaborar, pero no en un cien por ciento. «Pues bien, compadre -le dijo entonces Lavalleja-, piénselo bien hasta la madrugada; si entonces no se ha decidido a volver al camino del honor, será fusilado y la patria vengada». Trasladado a una tienda de campaña y custodiado personalmente por el propio Lavalleja y Oribe, en guardias que se turnaban, casi cuatro horas antes del amanecer, Rivera llamando a Lavalleja, le respondió: «Compadre, estoy decidido, vamos a salvar la patria y cuente Ud. para todo conmigo».
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