miércoles, 25 de mayo de 2011
Nelson Caula 2
Al estilo «moderado» de Rivadavia y Belgrano
Entre los tantos delitos cometidos por una educación que nos ha inculcado una historia que no fue, se nos ha inducido a creer que nuestros héroes vivían en una constante amistad y camaradería y que sólo disentían cuando se producía la desbandada.
No por graciosa deja de ser llamativa esta comunicación, a poco más de un año de Guayabos: «Usted me ha escrito dos (cartas) -le expresa Artigas a Rivera el 11 de febrero de 1816-, y tengo la fortuna de que su letra se va componiendo tanto que cada día la entiendo menos. Es preciso que mis comandantes vayan siendo más políticos y más inteligibles». ¡No le dice nada! Artigas quiere a sus lugartenientes menos brutos y más políticos. Jugados a algo más que a la «viveza criolla». Y no indecisos; más inteligibles, no sólo para escribir, sino para expresarse, y para eso las ideas, fines y objetivos, y hasta sentimientos, no pueden andar tan entreverados o turbios en sus aptitudes o actitudes y mucho menos si se dirige gente, porque puede generar confusión ante los otros.
En la vida, como la entiende el Fundador de nuestra nacionalidad -en la revolución- hay que «andar clarito»: una posición bien artiguista. Intransigente. De lógica plena en ese crucial momento. Intransigentes al máximo eran entonces los directores porteños y los insaciables invasores portugueses; cosa que suelen soslayar algunos historiadores siempre preocupados en disminuir la magnitud del Jefe de los Orientales. Más pendientes de tendencias de los días que corren, traducen esa intransigencia en maneras poco «moderadas», y por ende sin probabilidades de éxito. Facilitándose a sí mismos la reflexión, concluyen: el único «terco» de aquellos tiempos fue Artigas.
¿Con quiénes debió conciliar? ¿Con los fanáticos exterminadores de indios? ¿Con quienes nada querían saber de un equitativo reparto de tierras? ¿Con los directores porteños que andaban desesperados buscando un aristócrata europeo para ofrecerle la monarquía de todas las Provincias Unidas? En 1819 «el Duque de Luca» había ganado el «casting» para ser el gran rey porque era francés pariente de los Borbones españoles y no tenía problemas en casarse con una infanta portuguesa, contemplando así los viejos intereses de estos últimos en la Banda Oriental, una vez barrida de cuajo la más mínima expresión de gauchismo. Los congresistas reunidos en Tucumán ese año estaban contentos con ese proyecto, porque Francia les daba protección militar y económica.
Sin embargo, esa idea no fue fruto de la desesperación de una guerra interminable: ya por épocas de relativo auge artiguista, el 16 de mayo de ¡¡¡1815!!!, Rivadavia y Belgrano le ponen la firma al entreguismo total y más descomunal que se pueda concebir: le «solicitan» a un ¡abdicado Rey de España! Carlos IV; le ruegan lo siguiente: «... recurrir a Vuestra Majestad (que ya no era tal, obsérvese qué capacidad para ser «súbdito») para que les conceda el remedio que encarecidamente solicitan de las manos de Vuestra Magestad. Este remedio. Su Señoría, no es otro que Vuestra Majestad ceda gustoso a favor de su benemérito hijo, Don Francisco de Paula, el dominio y la soberanía sobre estas provincias constituyéndolo Soberano independiente de ellas... hay serios fundamentos para la esperanza en el talento del joven príncipe, capaz de estimar los progresos de la época actual y de beneficiarse con ellos. (...) Cualquier otro plan que nos separe al pueblo de estos países de la influencia de la Península será impracticable o por lo menos de muy corta duración. (...) ... inclinándose ante Vuestra Majestad en nombre propio y en representación de sus constituyentes imploran a Vuestra Majestad como Su Soberano a conceder el objeto de sus fervorosos requerimientos y que Vuestra Majestad bondadosamente tenga a bien extender su paternal y poderosa protección a tres millones de sus más leales vasallos...».
Tal la manito que le dieron «grandes» historiadores del Río de la Plata a Belgrano y a Rivadavia para el engrandecimiento de sus figuras, en detrimento de otras llenas de verdad y entereza patriótica, como es el caso de Artigas. El documento, muchísimo más extenso pero con ese único sentido desde la primera a la última palabra fue publicado en Londres alrededor de 1850, conocido al poco tiempo por un importantísimo historiador uruguayo (al que no nos interesa destacar por este tema, dado que el hombre tiene sus méritos en su materia; todos cometemos errores por más que algunos parezcan imperdonables) no lo tradujo por el «oprobio -según él- que pueda recaer sobre nombres y reputaciones que como el del primero (Belgrano) son el más glorioso timbre de la hidalguía argentina»....
Tal el gran objetivo, a esas alturas, de la «emancipación independentista» del «histórico estallido» de mayo del ochocientos diez en Buenos Aires.
Artigas, Otorgués, Gay, Blasito Basualdo, Gorgonio Aguiar, Andrés Latorre, los negros Encarnación Benítez y Joaquín Lenzina, el caciquillo charrúa Manuel, Melchora la lancera guaraní, entre muchos otros gauchos tan gauchos como lo eran ellos, a diferencia de Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia, se habían tomado en serio la revolución. ¿Debió Artigas poner su firma junto a las de Belgrano y Rivadavia en ese documento, para que, los historiadores aludidos, le hubiesen dejado tranquilo sin acusarle de ésto, de aquéllo o de lo otro? Una declaración del actual «Director del Ateneo de Montevideo» -según una reciente publicación del maestro Gonzalo Abella-, es la siguiente: «Hay que bajar a Artigas de esa estatua (de la Plaza Independencia); él se fue, no quiso volver. Ahí hay que poner al fundador de nuestra Patria, a Rivera». Alguien -además del Profesor Guillermo Vázquez Franco honestamente cuestionador hasta de la nariz aguileña del Prócer- debería de una buena vez por todas exponer -¡CON SERIEDAD POR FAVOR!- las verdaderas razones del antiartiguismo que se hace perceptible, por ahora soterrado, en algunos círculos intelectuales...
¿Remanentes actuales del odio que le tuvo en su tiempo la logia «lautarina»?
Era Artigas tan cerrado que no celebraba acuerdos o alianzas..., se ha dicho hace poco, ¿qué cosa fue entonces la Liga Federal, base incuestionable del actual sistema federativo de provincias en Argentina y hasta en Brasil? ¿qué andaban haciendo embarcaciones norteamericanas con la bandera de Artigas hundiendo las ibéricas en todos los mares del mundo, incluidas las costas del Mediterráneo en España? Y los contratos comerciales que firmó con Inglaterra ¿nadie los vio? Y los paisanos ¿estaban condenados a no ser aliados de nadie?
La necedad de Artigas hizo que quedáramos fuera de la Confederación Argentina, dice alguien, hace muy poquito, en una crónica publicada en el matutino El Observador (2/5/99). Por su «culpa», por su grandísima culpa. A mediados de 1825, Juan Antonio Lavalleja proclama: «¡Pueblos! Ya están cumplidos vuestros más ardientes deseos; ya estamos incorporados a la gran Nación Argentina...». En 1828, Convención Preliminar de Paz mediante, nos independizamos como país, sólo temporalmente, como una especie de tregua, según parece haber sido el espíritu de la época. Salvo que dicho impasse se haya prolongado hasta nuestros días y no nos hayamos dado cuenta todavía, impresiona mejor la tesis del establecimiento de un Estado tapón entre «los grandes» Argentina y Brasil, impuesto por la intermediación británica, Lord Ponsomby en persona, de cara a sus propios intereses comerciales y marítimos. En 1830 se jura la primera Constitución y nace la República. Hacía entonces casi ¡¡diez años!! que Don Artigas se encontraba en San Isidro del Labrador de Curuguaty haciéndole honor al nombre de ese pueblito paraguayo. ¡Pero qué tipo tan terco! hacernos escindir así de Argentina. El tema de su culpabilidad intransferible e incompatible no tiene discusión posible: nos mató con la indiferencia.
Los «resultados están a la vista», dirá por otra parte más de uno, porque «Artigas perdió», debido a su postura poco o nada proclive a los entendimientos. Quiere decir que hasta el ardid de la traición ha dejado de ser, para ellos, mala palabra. Un endeble afán revisionista, indigno de cualquier historiador que se precie de serlo, presenta al «Artigas derrotado» como si lo hubiera sido en buena ley. ¿Acaso no existió un pacto secreto -uno más- entre los confederados argentinos o como se los llamara entonces y los portugueses? Ya hemos visto, y veremos más adelante, además, cómo gente clave, en sucesos también claves, se dieron vuelta como una media, incluso algunos, en el sentido más literal de la expresión: lisa y llanamente se vendieron al enemigo.
Eduardo Salterain y Herrera con toda su incuestionable sabiduría nos habla en 1956, con razón, de «las conciencias dormidas o compradas...». Dejando de lado el ideario, el pensamiento y todo el legado artiguista futuro, los grandes generadores de la traición en su propia época se lamentarían al poco tiempo. Es con alusión a los prohombres -José Agustín Sierra, Pedro Fabián Pérez, Juan José Durán, Bruno Méndez, Dámaso Antonio Larrañaga, Jerónimo Pío Bianqui, entre otros- del cabildeo montevideano, que Tomás García de Zúñiga, a la sazón síndico general del Estado Cisplatino, pregunta, en su manifiesto de abril de 1823, en la villa de Guadalupe (Canelones): «¿Es para ésto que ellos invocaron el auxilio de Portugal contra los Artigas? ¿Es para ésto que en 1820 os mandaron (habitantes de la campaña) dejar las armas y volver al sosiego de vuestras casas?...»
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