Lázaro un día se levantó y se puso andar…el bocho. Todo Puntas del Sauce Verde sabia de sus virtudes para los inventos. Ya había patentado varios, pero, el que más lo desvelaba era el de la máquina de hacer lluvia.
Cuando dio en la tecla con su invento, y luego de varias pruebas de ajuste, supo que tenía a la lluvia en la palma de su mano, y que gracias a su ingenio, el pueblo, el sector granjero fundamentalmente, cuando la necesitaran, tendrían a la lluvia a su disposición.
¿Qué les podría cobrar por hacer llover?. Había que tener en cuenta que era algo que no servía para todos los días, porque a veces, sin quererlo, del cielo se descolgaba una lluvia fuerte, tipo aguacero, y uno contra la naturaleza no puede competir. Es una competencia desleal que tira abajo todos los precios. Aparte, que sé yo, uno puede ponerle cien litros, mil litros de agua, y eso tiene un costo, y del cielo cae diez mil veinte mil, y gratis, tienen de sobra materia prima.
De todas maneras las tarifas se acomodaban, como se ha hecho con frecuencia este tipo de negocios, es decir, de acuerdo a la cara del cliente.
Así que las ventas de lluvia iban de un chacrero que sufría la sequía a un arrocero que quería ampliar sus cultivos, a una pareja que quería caminar por el parque, abrazados, debajo de un paragua. Para la mujer del Serapio, el estanciero más grande de la zona, que sólo se lavaba el pelo con agua de lluvia, y los peones se pasaban todo e0l día acarreando latones y cuidando que las vacas no le tomaran ni una gota.
El negocio se hizo próspero y muy difundido. Con decirles que un grupo de vecinos un día se juntó y fue hablar con Lázaro porque quería que lloviera a media tarde del domingo porque se jugaba el clásico de nuestro fútbol y lo querían ver por la tele saboreando algunas tortas fritas. Y también porque si había un equipo perdedor, los hinchas de esa institución que lloraban de bronca disimulaban porque sus lágrimas se confundirían con la lluvia.
El problema mayor que tuvo Lázaro fue cuando un cliente le compró una lluvia, pero le dijo que quería que fuera con truenos, que amaba los estruendos celestiales.
Un tiro de revolver no servía, de escopeta tampoco. Inflar un sachet de leche y hacerlo explotar sonaría muy tenue.
Fue entonces cuando se acordó que don Demetrio, el viejo coleccionista de armas, tenía un cañón y salvas, pero, cómo se lo pedía?, ¿cómo lo convencía que era para ser utilizado como trueno?. Si le ofertaba plata, lo echaba, porque don Demetrio era de esos tipos que…
Le dijo entonces que hoy era un día muy importante, hacía 140 años, Garibaldi, de paso por Puntas del Sauce Verde había inaugurado un puentecito de piedra y que todos los garibaldinos de ley tenían que tirar 21 cañonazos y no había que aflojar ni abajo del agua.
Así lo hizo, y nadie en el pueblo entendió la razón por la cual Lázaro, haciendo llover sobre la casa del cliente, saltaba cada vez que don Demetrio tiraba sus salvas gritando.
- ¡Esto es lluvia!, ¡Garibaldi pum!, ¡Garibaldi pum!