Un día, sin darnos cuenta, sobrevino la edad de hierro.
O quizás siempre habíamos vivido en la edad de hierro y aquello fue sólo el descenso a otro círculo.
Yo corría por el laberinto con la mayor levedad posible, procurando evitar el desgaste de las suelas de mis zapatos, sabiendo que una vez que éstas se agotaran el tiempo de la ciudad habría terminado. Cada día me adentraba por nuevos callejones y recovecos, y mis rutas se acumulaban ominosamente, trenzando un enredo capaz de estrangularme (de ahí el cuidado que siempre pongo —hábito que me viene de la niñez— de salir siempre por el mismo lugar por donde entro y de desandar las vueltas que doy en torno a un objeto). Necesitaba un medidor para llevar la cuenta de mi desgaste, pero desafortunadamente no se fabrica ese tipo de aparatos. Vivía bajo una grave amenaza. Las avenidas por las que me llevaba mi madre cuando niño para admirar la iluminación navideña parecían ahora congestionadas de gente suspicaz, áspera incluso. Las luces de neón destilaban fluidos intolerables. Nuevos nombres y estilos desplazaban a los viejos. Musiquillas simples o jacarandosas me asediaban del amanecer al anochecer, lo que ocurrió en el momento más inoportuno: durante mi etapa de transición del rock al jazz. Ya fuera por delicadeza o por gratitud hacia quienes compartían su morada conmigo (hacía ratos que había abandonado la casa de mi madre) callaba sus gustos ordinarios. Para colmo, aquellos remedos de música que eran su dicha horadaban pasadizos en mi cerebro, por cuyas galerías rondaban y roían con encono. La desconfianza se convirtió en el sentimiento predominante en la ciudad. Salir de ella brindaba el único aire fresco disponible. Una hora verde en carretera era tan reparadora como una jornada de sueño. En una ocasión, después de descubrir una fotografía de Emiliano Zapata en un libro, decidí dejarme crecer el bigote, que fue cobrando una forma inesperada, indeseable, antiheroica. Cuando menos, me dije como consuelo, me ayudará a alcanzar la invisibilidad (a la que contribuyeron no poco unos trapos que descubrí en un local sindical, ropas de segunda mano donadas para los obreros y que éstos despreciaban), una de mis metas supremas. Mis gustos alimenticios se corrompieron o fueron anulados: comía lo que fuese. Le hinqué el diente a sustancias indecibles, blandas en extremo, severas o correosas, y acepté cualquier remedo de café que se me ofreciera. Al expirar el verano (seguía atentamente los cambios de estación) renuncié a mi empleo en la oficina. Parecieron extrañados pero no lo lamentaron. En esta vida nadie es imprescindible: detrás de cada empleado aguarda una larga fila de aspirantes. Llegué a casa de mi madre cada vez con menos frecuencia, en parte para no exponerla al peligro, pero sobre todo porque las tareas lo impedían. Pasaba las 24 horas del día alerta como una fiera y lo único que me hacía dichoso era la lluvia. Privado de un salario, me habitué a comprar mis cigarrillos al menudeo. Mi memoria se afiló, cosa importante pues cada vez veía menos a Ana Gladys. Las lecturas del Quijote se fueron espaciando, pero ella siguió por su cuenta. Con mis magros fondos le compré un diccionario. Mimí, que me inspiraba una gran ternura, fue desapareciendo en andanzas clandestinas de las que nada contaba. Veía a Ana Gladys dos, con suerte tres veces a la semana en casa de una tía soltera de ella en un sitio semisilvestre llamado El Limón. Cuando la tía se ausentaba, nos bañábamos juntos a huacalazos con el agua de un pozo. Yo la enjabonaba a ella, ella me enjabonaba a mí. Prácticamente ya no tenía casa. Ana Gladys se encontraba en la misma condición.
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