Un Ángel de alas rotas
Ángel tendría quince años, dieciséis a lo sumo. Veía pasar la vida frente a su ventana, con una ganas de atraparla, de irse detrás de ella y hacerla suya. Ángel vino con una marca desde la cuna, sus piernas no se movían, estaban paralizadas. No le gustaba sentarse frente al televisor, ¿para qué? Si su ventana era una pantalla gigante y allí podía ver lo que más quería, el teleteatro de su ciudad.
A veces se le humedecían los ojos cuando veía a unos novios comerse a besos, las muchachas lindas del lugar entrar al Instituto, todos los días. Sabía a qué hora llegaba cada una y si no podía en cuerpo, cruzaba la calle en alma y como un hombre invisible les decía piropos, se enamoraba, se sentía el novio y se iba con una de ellas del brazo y por la calle.
Se sentía feliz cuando llegaban los quinceañeros, sobre todo los lunes, contando lo que habían hecho el fin de semana, lo que pasó en el baile, en el cumpleaños de fulanita, los noviazgos que se creaban, los galanes que “rebotaban”. Los oía hablar frente a su ventana que ya era uno más de ellos. Muchas veces también tenía ganas de contarles de sus amores, de cómo cruzaba la calle a la salida del Instituto y se iba con su amor del momento. Tenía ganas de confesarles de sus ganas locas de ir algún baile con ellos, de ser dueño de su cuerpo y ordenarle pasos cadenciosos, tenia ganas...muchas ganas.
Estaba la otra barra también, los futboleros, se intercambiaban bromas sobre triunfos y derrotas, contaban hazañas deportivas que le fascinaban, era una tertulia muy especial que se daba cita sentados en el cordón de la vereda, allí a pocos pasos de su ventana. Ángel soñó un día, en que quedó dormido frente a la ventana, que entraba en el Estadio y que hacia unos extraños arabescos con la pelota en sus pie y que luego de ganar un pique corto, la tiraba larga por detrás del segundo defensa al que pasaba como un poste y a la salida del arquero se la tocaba por un costado. Cuando se daba vuelta, todo el equipo, esos muchachos del cordón de la vereda venían con la garganta llena de gol a felicitarlo, por su conquista.
La ventana y sus ojos lo sacaban de cualquier tristeza, nunca le reprochó a la vida por su parálisis, nunca le pidió cuentas por su derecho a ser un joven capaz de correr, de saltar, de jugar al fútbol, de bailar, de enamorarse, de reír y sufrir por amor, de ser parte del teleteatro de su ciudad, de integrar una barra de muchachos con todo lo que ello implica. Había en su mente un deseo, ser un gran científico capaz de inventar el remedio ideal para que en el futuro ningún niño nazca con ninguna discapacidad física ni intelectual, que no haya más condenados desde el vientre. Pensando en ello cerró los postigos, se fue a su cuarto diciendo, “mañana será otro día, y este ángel de alas rotas....¡volará!”
- Carlos María Cattani -
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