viernes, 8 de agosto de 2008

Wimpi, un grande del humor nacido en Salto




Breve Biografia de Wimpi
Wimpi, seudónimo de Arthur Nuñez Garcia, periodista y narrador uruguayo, nacio en Salto en 1906. Su apodo proviene del nombre de un personaje de la historieta Popeye, con quien le atribuían tener cierta semejanza física. El periodismo y la radio sustentaron su prestigio, que se tornó amplio y aplaudido; cuando apareció en la prensa porteña por el año 1946 se produjo un fenómeno cercano al deslumbramiento que provocan todas las revelaciones gratas al espiritu, la aprobacion y hasta la adhesión ruidosa del público fue inmediata y resonante. El gusano loco y Los cuentos del viejo Varela fueron los únicos libros que la timidez de Wimpi se atrevió a publicar, despues de tremendas dudas. Era de una fértil imaginacion y de una incansable capacidad de trabajo, tambien de un sentido extremo de autocrítica. Muere inesperadamente en 1956, con apenas 50 años de edad.


Desde su adolescencia vivió en Buenos Aires. De regreso a Montevideo, fue redactor de El Imparcial y El Plata y escribió en Peloduro. Aplaudido en el periodismo y en la radio, en este medio fue quien obtuvo mayores éxitos en su época. En 1935 comenzó su carrera con ingeniosos apuntes humorísticos que trasmitía CX 34. Sus charlas y libretos sustentaron su prestigio en ambas márgenes del Plata durante un cuarto de siglo. Por sus charlas “al aire” y sus libretos para los actores radiales más cotizados de la época fue seguido por un vasto público. Las voces de Juan Carlos Mareco, “Pepe” Iglesias, “Chelita” Linares, Julio Puente y Ubaldo Martínez encarnaron a los célebres personajes Pinocho, El Zorro, La Chimba, El Peluquero y El Sapo. En los finales de los cuarentas y principios de los cincuentas –tiempos de fonoplatea con elenco- la radiotelefonía rioplatense fue inundada con libretos de Wimpi. Agudo observador de la clase media uruguaya de los cuarentas, escribió sobre la vida cotidiana de “el tipo”, mote que siempre utilizó para referirse a sí mismo y a sus semejantes. Publicó unos pocos libros y quemó otros, pero su inesperado fallecimiento salvó unos cuantos. En ellos campea un humor sentencioso de filosofía cotidiana –que procura una universalidad ajena al grupo de Peloduro- de juicios breves y directos y a veces de neto corte periodístico. Como sucede con la mayoría de los escritores del grupo, sus libros recogen textos escritos para la prensa. En su caso se agregan las “charlas” emitidas por radio. De clara influencia en la revista Peloduro, para Varlota “introdujo nada menos que la filosofía, o el pensamiento (o la inquietud) trascendente, en el humor uruguayo”. Su humor no pasa a menudo del juego más o menos ingenioso de palabras, y transcurre más bien en un estilo coloquial que bordea muchas veces el costumbrismo, aparece como una forma de “dorarnos la píldora” de su profundo pesimismo con respecto al ser humano y su posible, o imposible futuro, y de situarnos ante los grandes temas de la humanidad. Varlota insiste en que es un ejemplo notable “tal vez único en nuestro medio, de afán didáctico y de valoración de un público –generalmente subestimado en sus posibilidades de captación y asimilación de los grandes temas”. Otra fue, en su momento la opinión de Washington Lockhart: “En Wimpi (hay) una clase de humorismo típicamente adolescente: fragmentario, inconexo, pródigo en piruetas sorprendentes, (hay) reacción contra un mundo cultural a cuya disciplina le resulta demasiado oneroso el someterse”. Alicia Torres


CUENTOS DE WIMPI


CANIBALISMO

El "homo homini lupus" de Plauto[1] no siempre pudo considerarse, como lo hiciera Thomas Hob­bes, una figura de retórica, porque muchas veces el hombre ha comido hombre no como lo come el lobo, sino que con cuchillo y tenedor.
Esa apetencia del tipo por su prójimo mereció la opinión condescendiente de mucha gente des­tacada.
No puede negársele ingenio a Diógenes El Cíni­co: cuando un cretino le enrostró cierto defecto en su pasado, él repuso: "Hubo un tiempo en que yo era tal cual tú ahora, sí; pero como yo soy aho­ra no serás tú nunca". No puede negársele amor por sus semejantes, porque decía que "debemos dar la mano a los amigos con los dedos extendidos y no doblados". No puede negársele vergüenza, porque una vez en que lavaba él mismo las legum­bres para su alimento, otro cretino le dijo: "Si te acercaras a los poderosos, no tendrías necesidad de lavar tus legumbres", y él le contestó: "Si tú lavaras tus legumbres, no tendrías necesidad de acercarte a los poderosos"[2] .
Y bien. Cuando las multitudes atenienses se mostraban repugnadas ante la escena en que Ties­tes, engañado por Atreo, creyendo que come lechón se come a sus propios hijos[3], Diógenes se burlaba y decía que "la carne humana no podía reclamar ningún privilegio sobre otra carne cualquiera".
Por su parte, el sabio francés Toissenel dijo:
"Disculpo a todos los culpables que tienen ham­bre". Como podría creerse que Toissenel disculpa­ba a quien robase un pan, es necesario aclarar que la frase fue pronunciada para disculpar a los que comían persona.
Es de antigua data la afición del tipo por trinchar al prójimo.
Decía San Jerónimo que los escoceses del ejér­cito romano gustaban llevar gente a su mesa todos los días. Asada.
Los indios fueguinos preferían la carne de mu­jer a la de perro, porque decían que "el perro tie­ne gusto a nutria[4].
Otros indios comían mujer por necesidad. En efecto, cierto día en que el reverendo padre Pape­tard —misionero católico— propalaba su fe en U.S.A., se le acercó un indio piel roja y le dijo que quería convertirse al cristianismo. Después de in­terrogarlo y saber de su vida, el sacerdote le acla­ró que no estando permitida por la ley de Cristo la poligamia, sólo podría ser bautizado cuando no tuviese más que una esposa. Se retiró el indio esa vez pero volvió al poco tiempo y le dijo, humilde y alegremente, al reverendo Papetard:
—Padre, ya no tengo más que una esposa.
—Ah, muy bien, ¿has devuelto la otra a su familia?
—No padre. Me la comí[5].
John Ogilby, en su notable libro sobre la Amé­rica precolombiana, dice que indios norteños ven­dían reses de caballeros y de damas a las dueñas de casas aztecas. No se hacía cuestión por el sexo.
Refiere el propio Nicolai que, hallándose el ex­plorador míster Emile Petitot a orillas del Gran Lago de Los Osos, conoció a un indio septuagena­rio dulce, tímido, llamado Kra-nda —"Ojo de lie­bre"—, con el que, encantándole su bonhomía, conversó largo rato. Cuando el viejo se despidió, otros indígenas, que conocían su vida privada, le informaron a Petitot que se había comido a dos esposas y un cuñado.
Como no faltará quien —no habiendo proba­do— se interese por el paladar de este tipo de viandas, cabe recordar que un natural de Tahití le dijo a Pierre Loti que "el hombre blanco, bien asado, tiene gusto a banana".
Pero los negros también se comen entre ellos. Sir Henry Morton Stanley, el famoso explorador galés, sostuvo que sólo en la cuenca del Congo —donde llegó en 1881— había treinta millones de ca­níbales. Los últimos censos practicados en esa zona re­gistran una baja del 50 por ciento en la población calculada por Stanley. Una mitad se comió a la otra.
Mientras el tipo se mantuvo en el estadio del pensamiento pre-lógico y tuvo el sentido mágico del mundo, rigió esa magia por dos leyes: "lo se­mejante produce lo semejante" y "las cosas que una vez estuvieron en contacto siguen afectándose a distancia aunque se haya cortado el vínculo ma­terial que las uniera". Fueron la magia homeopá­tica y la magia contaminante. En virtud de esta última —o sea de que sigue existiendo una unión entre partes separadas que antes estuvieran uni­das— es que el primitivo creyó que podía embru­jársele, por los mechones de su pelo o los recortes de sus uñas, con palabras de hechicería que sobre ellos se pronunciasen. Por eso muchos enterra­ban el pelo que se cortaban, o las uñas, en sitios escondidos, y aun en los templos de sus dioses. Cuando un negro cafre despioja a un amigo, le entrega, religiosamente, y bien contados, los pará­sitos que le sacó, porque como se habían alimen­tado de la sangre del amigo, si otro los matara, esa sangre, y por consiguiente la vida del despio­jado, podían caer en posesión ajena y servir para hacerle daño.
Y en virtud de la magia homeopática —"lo se­mejante produce lo semejante"—, el salvaje creyó que adquiría las virtudes de aquello que incorpo­raba a su cuerpo. Comían carne de tigre para ser más bravos, ojos de águila para ver lejos, y cora­zones de mirlos cantores para ser más elocuentes. Y se comían al enemigo vencido seguros de mu­nirse, así, de sus cualidades.
Han quedado muchos vestigios del pensamiento mágico en el pensamiento crítico y de la actitud influida por el primitivo animismo en la reflexiva actitud del tipo actual.
El moderno abrazo afectuoso tuvo su origen en el movimiento del antiguo antecesor para engullir alimentos; para atraer hacia sí una cosa que le resultaba agradable, y que, por otra parte, tenía que resultarle preciosa en tanto que proveía a su sustento. El abrazar tuvo su origen en el acto pre­monitorio del devorar. Y el gesto del dedo que señala es el resultado de un movimiento aprehen­sor que al evolucionar se vino debilitando, hasta quedar transformado en una simple indicación[6].
El tipo señalado, manifiesta su elección:
—Déme esa...
Y le dan la corbata escogida. Antes, pues, se apoderaba de las virtudes de su prójimo agarrándolo y comiéndoselo. Hoy, señala la presa que eligió cuidadosamente, después la abraza, y al final se la traga. Se le queda, a la presa, con todo, lo mismo que el caníbal antañón. Pero lo que es justo reconocer es que ahora no la mastica. Tragar sin masticar, para evitarle al tragado el sobresalto inherente al sentir que lo tragan, es un gran paso que se ha dado hacia la consideración del semejante.

EL PRÓFUGO

Todo lo que existe en la tierra es causa de mie­do... dejó dicho Bhartrihari, un sabio indio del siglo VI. El tipo es tímido, pesimista, vanidoso, escéptico, escrupuloso y se aburre porque tiene miedo. Vive huyendo.
Apoyarse en otro para poder confiar en el éxito de lo que va a hacerse es huir. Delegar en otro la responsabilidad de lo que se hace, es huir.
Mientras trata de acomodarse el tipo siempre va en nombre de otro. Después de haber entrega­do la tarjeta, baja los ojos, raya el suelo con la punta del zapato, da vuelta el sombrero: — “Yo venía con esta tarjeta del doctor Fulano por una ubicación. Pretensiones, por ahora, mayormente, no tengo. Se trataría de cualquier cosita para em­pezar, como dice ahí..."
Cuando el tipo ya está acomodado, siempre manda a otro:
—Usted vaya y dígale que es una bestia. A ver ¿cómo le va a decir?
—¡Usted es una bestia!
—Muy bien, pero dígaselo como co­sa suya ¿me oye?
Si el tipo es lo que se llama un idealista, se con­suela figurándose un mundo en el que las cosas fueran como a él le gustarían. Y huye, así, de la realidad que lo circunda.
Si es lo que se llama un hombre práctico, trata de hacer caber a la realidad, estrujándola o muti­lándola, en el rígido molde de su concepto de ella; lo cual es otra forma de huir de la realidad.
Hasta cuando ataca —decía Henri Barbusse en "Le Feu"— dispara para adelante.
Cuando alguien le va a pedir una garantía dice que no puede darla por los compromisos que tiene con el socio. Si la garantía se la pide el socio, dice que no puede por los compromisos que tienen fue­ra de la sociedad. Y cuando trabaja solo, pone un aviso en los diarios pidiendo un socio.
El socio es una cosa que el tipo usa para ence­rrarse o para disculparse. Otras dos maneras de huir. Encerrándose, el tipo escamotea su actitud a toda posibilidad de ajena discriminación. Y cuando da explicaciones trata de demostrar que el otro entendió todo lo contrario de lo que él se proponía hacer, para poder hacer, mientras el otro se entretiene oyéndolo, lo que realmente se propone.
La viveza es una fuga que se nutre de fuga a sí misma. El vivo saca ventajas huyendo de la zona de influencia de la atención del otro, pero cuando el otro se da cuenta, tiene, el vivo, que disparar para que no lo alcance; y obtener ventajas más adelante a fin de mantenerse a salvo, con lo cual quedan afectados otros que, al darse cuenta, a su vez, se ponen, también, a seguirlo. El tipo mul­tiplica, entonces, sus medios de fuga: cruza a la vereda de enfrente, hace decir que no está.
Cuando es avaro, huye del mundo por miedo a quedar sin dinero, y vive como un pobre, o sea, como lo que, por temido, lo mantiene en su ava­ricia.
Cuando es vegetariano huye de los bifes por miedo a enfermarse y vive como un enfermo; o sea, como lo que, por temido, lo hace seguir co­miendo verdura.
La represión de Freud, formando el inconsciente a expensas de la conciencia, es una fuga hacia adentro.
La simulación, de Adler, por la que el tipo trata de justificarse ante sí mismo y ante los demás, es una fuga hacia afuera.
La actitud sumisa, es una fuga hacia abajo. El propósito de enmienda, es una fuga hacia arriba.
El tipo es un piantado.

EL GUSANO LOCO
Había una vez, hace mil millones de años, una colonia de gusanos cuyos individuos estaban adaptados a su medio en tal forma que podían considerar asegurados su mantenimiento y su conservación.
La adaptación, empero, no bastó para auspiciar mejoramiento alguno en las formas de vida. La adaptación constituyó un criterio tendiente a garantizar una utilidad y un reparo. La evolución, antes bien —“inestabilidad creadora"— fue el criterio que inauguró la libertad sobre la tierra; que permitió avanzar al pequeño latido elemental de la primera vida, a través de una espesura de monstruos, para que viniera a cobijarse en el corazón que ahora lleva en su pecho la Criatura del Destino.
Aferrados al medio, los adaptados fueron quedando atrás.
Por fortuna, en aquella colonia reptante apareció un gusano rebelde.
Se sintió incómodo en el sitio que a los otros les satisfacía, y se apartó de ellos. Sin duda habría querido que lo siguieran. Pero lo dejaron solo. Era el gusano loco.
De él —fundador de la libertad sobre la tierra— ­se valió la Naturaleza para culminar su obra en la gracia del sentimiento y en el milagro de la idea.
¡Loor al gusano loco!
Como la rosa está, ya, dentro de la semilla, dentro de él se preparaba una aurora de Franciscos, de Leonardos, de Galileos y de Colones

OPTIMISMO Y PESIMISMO
El tipo se hace pesimista, por lo general, a fuerza de ir viendo lo que les pasa en la vida a los optimistas.
Hay un optimismo capaz de producir pesimis­mos: y es el de los optimistas que enajenan el presente, que desatienden la hora en que se vive a fuerza de anticiparse un futuro prodigioso de esa hora.
Aspirar a la plenitud es un modo de conspirar contra ella. Quien aspira a mucho, en efecto, siempre se siente defraudado por lo que pudo, luego, conseguir.
Cada hora de la vida tiene una riqueza, un significado y un sentido. Cuando el tipo no apro­vecha esa riqueza, no advierte ese significado, no entiende ese sentido, ha sufrido una pérdida que ya con nada podrá compensar.
No es optimismo auténtico el de quien espera confiado a que la realidad llegue a tener el tama­ño de sus sueños: lo es, en cambio, aquel capaz de vivir su sueño como una realidad.
Esperar a que una ilusión se realice, es una falta de respeto para con la ilusión.
Esperar a que se transforme en una cosa que pueda tocarse o guardarse en el cofre-fort o po­nerse en la heladera, es quitarle a la ilusión sus valores más ciertos y su gracia más diáfana y su gloria más pura.
Es confundir a la ilusión con un pagaré. Dicen los pesimistas que no puede haber felici­dad completa, porque están aburridos de ver la decepción de los optimistas que creían que podía haberla.
Pero es que la felicidad no es nunca una cosa hecha: se va haciendo.
No se trata de que el tipo piense, edificado, en que llegará a ser feliz: se trata de que, lúcido, vaya siendo feliz.
A cada momento el tipo está llegando a algo. Lo malo es que no se da cuenta.
Nada de lo que pasa, pasa. Todo se hace nuestro.
Y el tipo, que siempre quiere apoderarse de todo ¡nunca sabe ser dueño de nada!
La felicidad no puede estar al fin de ningún ca­mino: debe ir estando en el camino.
No es, nunca, una cosa hecha: es intención y referencia, es conciencia y fe.
No busca el camino hacia una cosa: se hace, entre las cosas. un camino. . .
Todo momento es algo, todo paso es una deci­sión.
Cada latido es un regalo.
Por no haber entendido eso tuvo que confesar, allá en sus años viejos, la Marquesa de Sevigné:
__" ¡Qué feliz era yo en aquellos tiempos en que era infeliz...!”


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ustedes se la pasan haciendo piquitos

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